Escrito por el junio 29, 2024

NCS DIARIO/GENTE

 

Estoy en la chilla

“Estoy en la chilla”, le confesó Joaquinón a Carmencita, la curandera.

Desde varios meses atrás, diversos malestares habían alterado su existencia, pero el achaque principal eran imprevistos ataques de miedo que podían sorprenderlo en cualquier lugar y a cualquier hora: por primera vez en sus 45 años de vida, el corpulento hombre sintió cómo el pánico muerde el espíritu y penetra en el cuerpo hasta corroer los huesos.

Innumerables madrugadas despertó sudando a raudales, o aterido de frío, después de haber soñado que conseguía ver el rostro del maligno. En esas ocasiones, su mente y su cuerpo desobedecían las órdenes de la razón y, sí, temblaba aterrorizado a pesar de que sacudía la cabeza y gritaba “¡Fue una pesadilla!” para que lo oyeran sus propios oídos.

Tuvo que comprar una bacinilla para no salir a orinar al patio –en esos tiempos los baños se construían afuera de las viviendas- y, presionado por la gravedad de su padecimiento, recurrió a las malas propiedades del alcohol para intentar recuperar el valor que se le había extraviado. Pasó largo tiempo mal viviendo entre el temor de la abstinencia y la anestésica valentía de la borrachera.

Un buen día -de sobriedad y cordura- se dijo que la solución al miedo y a sus secuelas no estaba en las caras bondades del Bacardí blanco, ni en los golpes de bravura que le proporcionaba el aguardiente barato que adquiría en los trapiches del rumbo. Además de los arranques de pánico, ahora sufría los malestares constantes de la cruda y hasta su salud de hierro comenzaba a descarrilar a causa de los insomnios y la mala alimentación a que lo sometían las constantes resacas.

Peor aún: después de meses de reiteradas borracheras y de la acumulación de los gastos del trago y de los descuentos a sus salarios por injustificadas faltas al trabajo, sus finanzas estaban al borde de la inanición. Por eso, cuando Joaquinón le dijo a la curandera “estoy en la chilla”, ella le contestó, sin dudarlo:

“Se te ve, hermanito. Hasta tarde se estaba haciendo para venir a verme”.

La mujer conocía su negocio. Lo ensalmó en lenguas inentendibles, lo rameó con gajos de ruda empapados de alcohol, lo asfixió con sahumerios de hojas desconocidas, le escupió el rostro con saliva de tabaco y, para siempre, le endilgó una pulsera de semillas en la muñeca izquierda. En un dos por tres sacó a Joaquinón de sus aflicciones y lo dejó listo para recuperar lo que meses de susto le habían quitado.

A veces, después de las sesiones de curación, agarraban la plática en torno a la “pachita” de ron con que el enfermo se hacía acompañar, nomás para no perder la costumbre. En una de esas tertulias, él le confió:

“Fíjate, Carmencita, que conozco un lugar donde aparece una de esas luces que marcan los entierros de oro y plata”.

Lo platicaron varias veces y, recuperado el valor de antaño, Joaquinón volvió a recorrer en la oscuridad aquel tramo del camino real solo para verificar si, a su paso, la luz de la fortuna seguía encendiéndose. Y sí, la inocua flama amarillenta le hacía señas desde en medio de una loma limpia, cubierta de grama remolino. Decidió, entonces, tentar de nuevo a la suerte, acompañado, eso sí, de una experta en los asuntos del más allá.

El lugar estaba en un potrero descampado, sin ni siquiera un surco de zarza que pudiera esconder su presencia, por lo que tuvieron que escoger con extremo cuidado la fecha de la incursión. Revisaron el calendario lunar para saber cuál sería la noche más oscura y encontraron que a principios de diciembre esa parte del mundo se ennegrecería más que el corazón del prestamista del pueblo. Tuvieron tiempo de sobra para confeccionar ropas, máscaras y hasta guantes negros para confundirse con el viento de las tinieblas. Y había signos de que la fortuna jugaba a su favor: dos días antes de la noche elegida, entró uno de esos nortes rudos que se estacionan con lloviznas interminables, ráfagas de aire frío y ventarrones sorpresivos que acarrean pelícanos blancos desde la costa del Golfo. En esas circunstancias, la gente se encerraba en sus casas y sólo salían para lo indispensable. Tanto el río como el camino real se vaciaban del tráfico habitual, la humedad impregnaba a todos los seres vivos, el moho y el verdín se infiltraban hasta los rincones de las viviendas y el croar de las ranas y los sapos se apoderaban del ambiente.

Aunque siempre lo acompañaba con dos o tres tragos de ron, el día de la incursión la curandera sólo bebió café. Joaquinón, en cambio, se bebió media botella de Bacardí blanco durante la tarde, mientras ella dormitaba en una de las dos hamacas que colgaban en la sala. Entrada la noche, fueron escaseando los ruidos del pueblo y los sonidos de la lluvia y el viento se volvieron más claros.

Cubiertos totalmente con esos mantones plásticos que usan los vaqueros para protegerse de la lluvia, Joaquinón y la curandera salieron a la acuosa intemperie. Se acercaba la medianoche y caminaron hacia el parque, donde una lámpara del alumbrado público luchaba en vano contra la sofocante penumbra. Unos días antes, Joaquinón había llevado una coa y una pala al lugar donde escarbaría y ahora sólo acarreaba un remo, en el que se apoyaba como si fuera un bastón. La mujer, pequeñita, iba colgada de su brazo. Frente al parque abordaron un cayuco y se internaron en la líquida oscuridad del río.

“Aquí es”, dijo Joaquinón. No había pronunciado palabra en todo el trayecto y sintió la garganta árida. Recogió la coa que había dejado escondida bajo unas ramas y dio el primer golpe a la tierra enchumbada. La mujer comenzó a murmurar un rezo, inentendible para Joaquinón, que escarbaba un hueco como de un metro de circunferencia. Al cabo de unos minutos ella entró en una especie de éxtasis. Él se dio cuenta porque la curandera se desentendió de la llovizna, el viento y el frío, comenzó a hablar en una lengua desconocida y adquirió una apariencia etérea.

De repente, Joaquinón advirtió que en la oración quedita de la curandera se mezclaba una voz grave, totalmente distinta a la de la mujer. Dejó de escarbar para tratar de entender aquel murmullo de voces que se enredaban con el ruido de la llovizna eterna, pero como si le hubiera escuchado el pensamiento, la mujer lo urgió: “¡Apúrate, que ya viene!”

A pesar del cansancio, siguió cavando, con más fuerza y más rápido. El sudor de su rostro se confundía con el agua de la lluvia delgada que se movía arrastrada por el viento. Sintió mucho calor, el cuerpo ardiendo, y en un arranque inconsciente se sacó el capote. Siguió escarbando, con torpeza, con toda su fuerza, hasta que sintió y escuchó el golpe, seco, sobre algo que sonó como un cajón de madera.

“¡Apúrate, que está cerca!”, volvió a decir la mujer, que ahora le daba la espalda y había enfilado la mirada a donde pasaba el camino real.

“¡Lo encontré! ¡Aquí está!”, contestó Joaquinón, anhelante, con la piel en brazas.

Como si fuera un trozo denso de la noche, de la oscuridad se desprendió un enorme perro negro. La curandera había retomado sus rezos y Joaquinón seguía escarbando para dejar libre de barro la tapa labrada de un baúl de madera. Jadeando, como si viniera de muy lejos, el perro fue directo a asomarse al hueco. Joaquinón volteó al escuchar la respiración agitada del animal y quedó petrificado al encontrarse de frente con el enorme hocico. El perro le gruñó sin fiereza, se sacudió y, manso, fue a poner su cabezota en el regazo de la mujer. Ella lo acarició y siguió con su inentendible plegaria que pareció calmar al animal.

“¡Sal de ahí!”, lo urgió la mujer. “¡Rápido!”, le insistió con angustia.

Joaquinón iba a preguntar por qué, pero comenzaron a emerger miles, millones de hormigas, y, sin más, a resbalones, salió del hueco. Estuvo varios minutos sacudiéndose y dando saltitos para quitarse a las hormigas que se le habían encaramado. Cuando se detuvo, volteó a ver a la mujer y la percibió lista para para volver al río.

“¡Vámonos!”, le dijo ella. “Si seguimos aquí sólo vamos a agarrar una pulmonía.”

“Deja recoger mis cosas”, le pidió el hombre.

“De ahí no se puede sacar nada”, le respondió ella.

Él asomó al hueco, pero no vio nada: se había convertido en un pozo profundo y no alcanzó a distinguir el fondo. Agarró a la mujer del brazo y se enfilaron al embarcadero donde habían dejado el cayuco.

“¿Y, el perro?”, preguntó Joaquinón cuando iban a medio río. Ya era alta la madrugada, él remaba en silencio y el aire frío, acuoso, buscaba cómo meterse entre sus ropas.

“¿Cuál perro?”, contestó la mujer. “En estas noches ni los tlacuaches salen.”


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