Escrito por NCS Diario el mayo 23, 2025
Repensar la República: el fracaso del republicanismo clásico
Ciro Murayama se pregunta: ¿Hay vacunas democráticas contra el autoritarismo? (El Financiero, 21/05/2025). Tras un repaso histórico de la experiencia de Europa, concluye que “la lección de la historia ahí está: la seguridad interna de las democracias, la más importante para mantenerse en pie, es la seguridad social”. No coincido del todo con el politólogo o, mejor dicho, me parece insuficiente su tesis: creo que, además de las favorables condiciones socioeconómicas que permiten florecer al sistema democrático, la estructura jurídico-política del Estado debe contar con defensas eficaces para neutralizar a tiempo las amenazas del virus autoritario.
La experiencia ha demostrado que el diseño del republicanismo parte de un supuesto incorrecto: la sola incorporación de la división de poderes en el texto constitucional no garantiza, por sí misma, el equilibrio entre ellos. Esto es especialmente cierto cuando un autócrata asume el Poder Ejecutivo y su fuerza política alcanza la mayoría en el Poder Legislativo. Cuando el populismo autoritario captura estos dos poderes, está en condiciones de suprimir los controles institucionales e, incluso, avasallar el acuerdo fundamental: la Constitución de la República. En democracia, solíamos suponer que el relevo del poder presidencial y del legislativo representaba un voto de confianza para cambiar las políticas públicas, no para suprimir el contrato social sobre el que se erige el Estado liberal.
En este contexto, ante lo que parece ser el fracaso del republicanismo clásico, es preciso que juristas y politólogos discutan y replanteen el diseño de un Estado democrático y liberal para el siglo XXI: una organización política de nueva generación, dotada de los candados necesarios para evitar el escape del prehistórico Leviatán, y para inhibir el surgimiento de príncipes posmodernos o de totalitarismos engendrados, acaso, por la inteligencia artificial.
En el caso de nuestro país, la fuerza hegemónica avanza en la colonización, o destrucción, del Poder Judicial. La elección de jueces, magistrados y ministros representa la culminación de un proceso que socavará los cimientos de la República. El control de los tres poderes de la Unión por una sola fuerza política marcará el fin de una etapa en la vida institucional del país. La mayoría de los analistas coincide en que el daño puede ser inconmensurable: sus consecuencias se expandirán como ondas concéntricas hacia todos los órdenes de la vida nacional. Ya diversos expertos han advertido sobre las crisis que se avecinan: contracción económica, desaparición del Estado de Derecho, restricción de libertades y derechos, cancelación del sistema democrático liberal. De una u otra forma, más temprano que tarde –presagian muchos– las secuelas de la deriva autoritaria alcanzarán a la sociedad entera.
“Los astros y los hombres vuelven cíclicamente”, predijo Borges, y aunque hoy la arena política de la oposición sea un páramo, no está lejos el surgimiento de los liderazgos que encabezarán una nueva insurgencia democrática. El mundo se mueve a velocidades vertiginosas: el cambio es, sin duda, el verdadero signo de nuestro tiempo. Se engañan quienes esperan una reedición del longevo régimen de partido de Estado que dominó el siglo XX. Al interior de la hegemonía, las contradicciones se agudizan –como apuntaba Gramsci: “el viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”–, y es probable que los desatinos provocados por la impericia y, más aún, los golpes de realidad abran la posibilidad de emprender rectificaciones que mitiguen los daños del ensayo autoritario.
Frente a nosotros persiste, de todos modos, el dilema de participar o no el 1 de junio. El proceso electoral ha sido una suma de despropósitos, y sólo entre los partidarios del régimen se le reconoce alguna virtud. No obstante, incluso los opositores a la reforma judicial discuten sobre la conveniencia de concurrir a las urnas. Creo que esta batalla está perdida, y los votos de los bienintencionados no alterarán el perjuicio infringido a la República. Estamos ante un hecho consumado. La elección judicial arrojará los resultados para los que fue diseñada, y el 2 de junio amaneceremos en un país que parecerá el mismo de siempre, pero con un andamiaje institucional disminuido, corroído por la fuerza de una corriente autoritaria.
Sin embargo, debemos evitar el abatimiento, y mantener la mirada en el futuro. Se trata de minimizar los daños, reconocer en el esfuerzo individual un aporte al interés colectivo; perseverar en el ejercicio de las libertades; hacer comunidad y, sobre todo, emperrarnos en el optimismo. No es fácil escapar al derrotismo –como advierte Julio Patán– porque “el movimiento en el poder, que ya tiene la Presidencia, el Senado, la Cámara de Diputados, la amplia mayoría de las gubernaturas y cámaras locales, la Ciudad de México y, desde el 1 de junio, concluido el golpe de Estado, al Poder Judicial, va a hacer lo imposible por cortar cualquier posibilidad de protesta ciudadana, desde la de escribir en libertad, hasta la de reunirse para protestar, hasta la de practicar el repudio social…” (El Heraldo de México, 21/05/2025). Pero, incluso en ese horizonte sombrío, habrá que perseverar en la esperanza. En lo cotidiano, en el ejercicio persistente de los derechos, en la palabra dicha y escrita, en la organización social y en la memoria compartida, seguirá latiendo la posibilidad de otro país, el mejor país que todos merecemos.