Escrito por NCS Diario el mayo 9, 2025
Democracia sin demócratas: el retorno del Leviatán
En años recientes, la intelectualidad política se ha enfrascado en la búsqueda de explicaciones sobre la degradación de la democracia y la expansión del populismo autoritario. A pesar de las diferencias de enfoque, historiadores y académicos coinciden en que el factor económico subyace en la decepción social hacia la democracia: “La situación de la economía siempre tiene consecuencias políticas”, afirma el politólogo Ciro Murayama (El Financiero, 07/05/2025). En efecto, lejos de reducirla, el régimen neoliberal agudizó la desigualdad, y “la hiperconcentración de la riqueza en las sociedades de nuestro tiempo está dando lugar a una insatisfacción social de la que se sirven los populismos nacionalistas. El neoliberalismo económico se ha vuelto una amenaza para el liberalismo político” (ibid).
Los gobiernos democráticos fallaron, entonces, en la implementación de políticas que promovieran el bienestar y la satisfacción social, que garantizaran una verdadera distribución de la riqueza y disminuyeran la pobreza y las carencias sociales básicas. Por el contrario, en la percepción ciudadana fue cobrando fuerza la idea de que el régimen neoliberal servía a las oligarquías y estaba pervertido por el virus de la corrupción. Así, durante décadas se fue gestando un terreno fértil —decepción política, resentimiento social— para que políticos que prometen un cambio en las prioridades gubernamentales llegaran al poder con el respaldo de la mayoría electoral. La reducción en la brecha de inequidad social, la eficiencia en el gasto público, el combate a la corrupción, la eliminación de privilegios de las élites gobernantes, la reivindicación del nacionalismo y la apropiación del concepto de “pueblo” son elementos que se han incorporado con éxito a la narrativa electoral del populismo autoritario, que avanza en distintas regiones del mundo.
Durante siglos, la humanidad —acotemos que en el mundo occidental— ideó, discutió y consensuó la forma de organización política más adecuada para dar orden y coherencia a la sociedad. En los siglos XIX y XX se consolidó la figura del Estado moderno como la expresión civilizatoria más avanzada, y se definió su estructura básica: para cercar al Leviatán, se estableció la división de poderes, basada en la supremacía del orden constitucional. Así se llegó a la consolidación del republicanismo y, como acompañante indisoluble del modelo, la democracia liberal se afianzó como método para el relevo ordenado y pacífico de los gobernantes. Al edificio de la supremacía constitucional se le añadieron pilares institucionales destinados a darle mayor fortaleza: los llamados pesos y contrapesos, la transferencia a la sociedad de la responsabilidad de organizar las elecciones y la creación de tribunales autónomos encargados de sancionar los resultados electorales. Con el Estado republicano, democrático y liberal, parecía que la sociedad contemporánea había alcanzado la cúspide de la organización política.
Al iniciar el siglo XXI, la sociedad capitalista —triunfante sobre el comunismo— parecía blindada contra el acceso al poder por vías no convencionales. Nada de golpes de Estado, fraudes electorales ni aventuras guerrilleras para asaltar los cargos públicos. La sociedad se había dotado de los medios y mecanismos necesarios para relevar “democráticamente” a sus gobernantes. Ante el fracaso de las políticas públicas y los ejercicios fallidos de gobierno, los caminos institucionales permanecían abiertos y funcionales para que nuevos políticos, nuevos partidos y nuevas propuestas asumieran las riendas del poder público.
La oferta populista ha avanzado triunfante en elecciones democráticas. El descontento popular abrió las puertas a fuerzas emergentes —de izquierda y de derecha— contestatarias al orden establecido. Cuentan con la legitimidad de la mayoría electoral y con una aprobación abrumadora en las encuestas. Han conquistado el gobierno y el control de las legislaturas. Sin embargo, camuflados en la estridencia de seductoras ofertas electorales, como caballos de Troya, surgen autócratas populistas que encabezan las nuevas fuerzas políticas dominantes. Aunque fueron electos únicamente para modificar las políticas públicas y reorientar el destino del gasto público, los populistas autócratas van más allá y progresan en la construcción de tiranías: burlan la supremacía constitucional, colonizan los órganos de impartición de justicia y desmantelan los fundamentos del Estado republicano, democrático y liberal. El populismo autocrático no busca solo un cambio que mejore la economía popular e impulse el bienestar social: procura quebrantar el republicanismo y controlar los mecanismos que sustentan la vida democrática.
Fue un espejismo, una ilusión: la creencia de que la sociedad global y tecnologizada había domesticado al Leviatán. Dimos por sentado que la democracia era la verdadera doctrina civilizatoria. Con cosmovisiones diversas edificamos comunidades modernas, sustentadas en los principios y valores de la libertad, la igualdad y el respeto a la supremacía constitucional que hoy están bajo el acecho de nuevas autocracias. Sin duda, ante la expansión del populismo autocrático, se vuelve indispensable revisar el andamiaje de la democracia liberal para encontrar nuevos fundamentos que permitan fortalecer el Estado democrático y contener los embates de las fuerzas hegemónicas que buscan su destrucción. Cuando el Poder Ejecutivo controla al Legislativo, dispone de las fuerzas armadas y las policías, determina el presupuesto, influye en los órganos responsables de las elecciones y de la procuración de justicia, y además somete a las autoridades locales, se convierte en el poder de los poderes, y atrofia el principio básico del “equilibrio entre poderes”: el dueño de las armas y del dinero siempre tendrá ventaja sobre sus pares desarmados y dependientes económicos.
La democracia es un régimen que requiere de demócratas para ser funcional. Creímos que la democracia era la estación final del viaje civilizatorio, pero sin demócratas, la estación se vacía y el tren sigue su marcha hacia un destino conocido: la dictadura. ¿Cómo asegurar que el republicanismo no sucumba ante el moderno príncipe, encarnado en mayorías hegemónicas que controlan los poderes Ejecutivo y Legislativo? La democracia no puede reducirse a la celebración de elecciones periódicas ni a la retórica institucional. Requiere una ciudadanía crítica y vigilante, capaz de reconocer los riesgos del poder sin contrapesos y de resistir los discursos que, en nombre del pueblo, erosionan las bases del Estado de derecho. Si el populismo autoritario avanza cabalgando sobre el desencanto, toca a las sociedades democráticas reconstruir la confianza en las instituciones, revitalizar los valores republicanos y garantizar que el poder —cualquiera que sea su origen— permanezca sujeto a límites y responsabilidades. Solo así, con demócratas comprometidos y estructuras sólidas, podremos evitar que el tren descarrile y preservar la democracia como una conquista siempre en construcción… siempre bajo amenazas.