Escrito por NCS Diario el mayo 4, 2025
La gran estafa: Cómo 12 mil años de agricultura crearon la desigualdad que nos divide
Víctor Collí Ek
¿Por qué algunos bebés nacen en hogares donde les sobra ropa de marca mientras otros apenas tienen zapatos para ir a la escuela? Esta pregunta, aparentemente simple, contiene la clave para entender uno de los enigmas más persistentes de la humanidad.
La respuesta no está en los genes, ni en la inteligencia de unos pueblos frente a otros. La verdadera historia de la desigualdad comenzó hace unos 12 mil años, cuando los humanos aprendimos a cultivar la tierra.
Antes de la agricultura, éramos cazadores y recolectores. Vivíamos de lo que la naturaleza nos ofrecía: frutos, nueces, animales silvestres. No había reyes, ni ejércitos, ni grandes diferencias entre las personas. Pero cuando aprendimos a cultivar, todo cambió.
¿Por qué? Porque la agricultura permitió algo revolucionario: el excedente. Por primera vez, podíamos producir más alimento del que necesitábamos para sobrevivir hoy. Este excedente podía guardarse, acumularse y, lo más importante, controlarse.
De repente, surgió la necesidad de organizar quién guardaría ese excedente y cómo se distribuiría. Nacieron los primeros líderes, las primeras jerarquías. Y con ellas, la escritura (inicialmente para llevar la contabilidad de los graneros), la deuda, el dinero, los estados, los ejércitos y las religiones organizadas.
La desigualdad se instaló como sistema. Unos pocos controlaban el excedente y usaban ese control para obtener más poder, en un ciclo que se retroalimenta hasta hoy. Como dice un viejo refrán: «Es más fácil hacer un millón cuando ya tienes varios millones».
Pero, ¿por qué unas sociedades conquistaron a otras? Aquí entra la geografía. Si miras un mapa, notarás que Eurasia se extiende principalmente de este a oeste. Esto permitió que los cultivos y las tecnologías se expandieran fácilmente por zonas con climas similares. En cambio, África se extiende de norte a sur, atravesando zonas climáticas extremadamente diferentes, desde el Mediterráneo hasta la selva tropical y el desierto del Sahara.
Así, mientras en Eurasia las sociedades agrícolas podían expandirse y compartir avances, en África o Australia quedaban aisladas por barreras climáticas naturales. Las sociedades euroasiáticas desarrollaron armas, barcos, y hasta ejércitos de gérmenes (enfermedades contra las que otros pueblos no tenían defensas).
Cuando los británicos llegaron a Australia, no fue porque fueran más inteligentes que los aborígenes. Fue porque miles de años de agricultura les habían dado excedentes, armas y enfermedades que los aborígenes, adaptados perfectamente a su entorno pero sin necesidad de agricultura, no tenían.
Lo fascinante de esta historia es que explica tanto la desigualdad entre países como dentro de ellos. El control del excedente por una minoría —que usa ese control para ganar más poder y riqueza— opera igual a nivel global que en nuestras sociedades locales.
La desigualdad se perpetúa también a través de la ideología. Desde niños, todos creemos que merecemos lo que tenemos. Es un mecanismo psicológico poderoso que convence tanto a ricos como a pobres de que el orden existente es «natural» y «justo».
Ante esta realidad, la indignación es una respuesta natural. Pero no basta con indignarse. Necesitamos entender estos mecanismos para poder transformarlos. Como bien señala la historia agrícola, la desigualdad no es inevitable ni natural; es una construcción humana que podemos cambiar.
La próxima vez que veas a un niño con zapatos rotos junto a otro con las últimas zapatillas de marca, recuerda: no contemplas el orden natural del mundo, sino el resultado de 12.000 años de desigualdad estructural que comenzó con el primer grano de trigo que alguien decidió almacenar.