Escrito por el mayo 1, 2025

México: de la democracia a la tiranía

Cuarta parte

Estos hechos, de los que dan rigurosa cuenta múltiples fuentes académicas y de información general disponibles, acreditan la naturaleza calumniosa de la referencia a la reforma de 1994 utilizada por el expresidente y la presidenta para abogar por su propia reforma. Concibieron la suya para subordinar el poder judicial al ejecutivo, de ninguna manera para independizarlo y fortalecerlo como se había logrado hace treinta años. Lamentablemente, la defensa pública de la antidemocrática reforma recientemente ha sido encabezada por la propia presidenta de México, quien no ha tenido rubor alguno para repetir los decires –incluyendo los insultos– que en su momento usó su antecesor para justificar el mayúsculo atropello; tampoco lo ha tenido para copiar los cuestionables métodos para imponerla.

Su reforma es llanamente antidemocrática, pues no solo acomete contra la necesaria división de poderes, sino que hiere de muerte la función de control de constitucionalidad que debe tener la Suprema Corte para revisar y evaluar si los actos y leyes del ejecutivo y el legislativo están conformes con la Constitución y, de no ser el caso, anularlos o declararlos inaplicables. El objetivo de invalidar esa esencial función de la Corte ha quedado incuestionablemente claro por la manera en que el partido oficial fue destruyendo las salvaguardas constitucionales que existían en su afán por impulsar una reforma violatoria de principios universales de justicia y derechos humanos.

Como era de esperarse, la reforma de López Obrador fue recurrida ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Se requería que ocho de los once ministros de la Corte aprobaran el proyecto de dictamen que la hubiese declarado sustancialmente inconstitucional. Era un hecho que tres titulares, nombrados durante el periodo del anterior presidente y que sistemática y dócilmente respaldaron los actos de su gobierno, votarían en contra del proyecto. En el último momento a este grupo se le unió un cuarto ministro para oponerse a la sentencia, evitando así su aprobación. Francamente, este vuelco hizo recordar la manera en que el partido oficial había logrado la mayoría calificada en el Senado. El propio ministro explicó el porqué de su alineamiento con el oficialismo pero sus razones solo nutrieron la suspicacia. Su afirmación de que no votó por el proyecto de sentencia, porque nunca la Suprema Corte había declarado inconstitucional una reforma constitucional, es grotesca. Sencillamente, nunca se le había presentado a la Corte tal predicamento porque nunca se había pretendido cambiar autocrática y radicalmente el régimen político heredado de la Revolución mexicana. Ni siquiera durante el priismo hegemónico sus gobiernos se atrevieron a desechar formalmente –aunque su práctica dejó mucho que desear– la arquitectura institucional con democracia, división de poderes y derechos fundamentales, prevista en la Constitución de 1917, destrucción que claramente sí comprende la reforma judicial de López Obrador. Estuvo en las manos del ministro habilitar a la Corte para detener este atentado gravísimo contra la democracia y el Estado de derecho en el país. Con su voto en contra, para su deshonra, el señor ministro permitió un cambio fundamental en el régimen político del país para el cual, contra lo que dice falsamente la presidenta, el pueblo de México nunca ha sido consultado (mucho menos de modo alguno en las pasadas elecciones federales).

En su intento por asegurarse de que la Corte no declarase inconstitucional la iniciativa de López Obrador, el régimen de Morena llevó a cabo otro grave atropello: una reforma a la que tramposamente denominaron de “supremacía constitucional”. Aprobada como de costumbre de albazo y penosamente avalada por la presidenta Sheinbaum, esta nueva reforma establece que cualquier modificación a la Constitución, aprobada por el Congreso federal y ratificada por la mayoría de los congresos estatales, tendrá carácter definitivo y no podrá ser revisada ni declarada inválida por la Suprema Corte, incluso si entra en conflicto con otros artículos de la misma Constitución.

Con este acto criminal se elimina la posibilidad de que la scjn ejerza control sobre el contenido de las reformas constitucionales, incluyendo la revisión de su compatibilidad con principios de la más alta jerarquía, como lo son los derechos fundamentales o los indispensables para denominar a México como una nación democrática. En otras palabras, el gobierno de Morena se ha otorgado la prerrogativa de disponer, sin ningún control judicial, cambios constitucionales, aun si estos violan el respeto a los derechos humanos, la separación de poderes y las otras bases esenciales en las que deben sostenerse la democracia y el Estado de derecho. Este paso enorme hacia un régimen tiránico pone a México en situación de desacato de los tratados internacionales que, entre otras importantes materias, buscan promover, respetar, proteger y garantizar la supremacía de los derechos humanos en el mundo y en las naciones que los integran.

La imaginación es el único límite para las barbaridades que ya está cometiendo y podrá cometer el gobierno de Morena con la eliminación del control judicial sobre cambios en la Constitución. Piénsese que con su “supremacía constitucional” el régimen podría restringir drásticamente la libertad de expresión o de asociación, e incluso llegar al extremo de eliminar la no reelección presidencial –por la que se dio la Revolución mexicana, ni más ni menos.

La amplia puerta hacia el autoritarismo que el gobierno de Morena ha construido mediante una serie de actos ilegales y antidemocráticos se está usando sin pudor alguno. Esto es claro en el caso de la reforma judicial, pero igualmente en la eliminación constitucional de los llamados organismos autónomos, encargados de delicadas materias como el acceso a la información y la protección de datos, la promoción de la competencia y la prevención de prácticas monopólicas, la regulación en el sector energético, la regulación de las telecomunicaciones y la radiodifusión, y la medición de la pobreza y la evaluación de la política social.

Estos organismos fueron dotados, mediante la propia Constitución o las leyes, de independencia formal del gobierno, con consejeros o comisionados designados a través de procesos no solo con participación del Congreso sino también de la sociedad civil, lo que buscaba reducir la injerencia directa del ejecutivo. También fueron instruidos legalmente para operar con criterios técnicos, no políticos, consecuentes con decisiones basadas en estudios y evidencia objetiva, con la obligación de rendir cuentas al Congreso y transparentar su desempeño mediante reportes públicos. Al pasar esas funciones al control gubernamental, se crearán mayores espacios para la arbitrariedad, decisiones con fines exclusivamente políticos, opacidad y ocultamiento, y obviamente corrupción. El gobierno tendrá en sus manos instrumentos adicionales para acrecentar las clientelas políticas y fuentes de financiamiento encubierto de su partido, además de facilitar la corrupción de funcionarios gubernamentales. Con la desaparición de los organismos autónomos se está perdiendo otro importante contrapeso al uso abusivo del poder público, es decir se cercena otra parte del cuerpo de la democracia del país.


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