Escrito por el abril 30, 2025

México: de la democracia a la tiranía

Tercera parte

Fue notorio cómo creó, antes del plazo legalmente establecido para su sustitución, una vacante en la Suprema Corte, mediante amenazas y extorsión a un ministro. Las maniobras para colocar incondicionales en la Corte quedaron a la vista de todos con el caso de una ministra que había obtenido su título mediante plagios. Al quedar descubierta, lejos de renunciar al puesto, se aferró al mismo y ahora hace campaña para ser electa de nuevo a la Corte e incluso llegar a su presidencia. En contraste, cuando López Obrador promovió el nombramiento de una jurista preparada y honesta, que no se avino a sus consignas, procedió a decir que su arribo a la Corte había sido un error y sin ningún recato la calificó de “traidora”. Su mayor trofeo en el poder judicial fue haber doblegado, por medios aún desconocidos, al entonces presidente de la Corte, quien no solo validó acciones inconstitucionales del ejecutivo y el Congreso, sino que intentó, de modo ilegal, extender su periodo al frente de la scjn. Más tarde renunció a su posición de ministro antes de tiempo para ser asesor en el gobierno y, como tal, respaldar la nociva reforma al poder judicial, el mismo que lo había distinguido con su presencia. Además, con aquel retiro prematuro, el ministro le obsequió al presidente otra vacante que fue utilizada para degradar aún más la calidad y autonomía de la Corte.

El criterio de obediencia a los intereses del partido gobernante fue también el que prevaleció en los nombramientos en las vacantes de las autoridades electorales (ine y Tribunal), lo que llegado el momento facilitó la comisión de graves ilegalidades por parte de López Obrador y su partido. Las personas designadas por el presidente, quienes no mostraron la imparcialidad indispensable para aplicar la ley, otorgaron al partido oficial y a sus socios de coalición el 74% de los escaños en la Cámara de Diputados, pese a haber obtenido el 54% de acuerdo con las votaciones. El partido oficial justificó esa alevosa sobrerrepresentación, que violaba flagrantemente la Constitución mexicana, mediante una interpretación retorcida y mal intencionada de las reglas para la asignación de escaños a las coaliciones. Las autoridades electorales obsequiaron a Morena y aliados la mayoría calificada (más de dos tercios) en la Cámara de Diputados, lo que les dio el poder de aprobar iniciativas de cambios constitucionales. En el Senado, les faltaba un voto para alcanzar la mayoría calificada. Lo obtuvieron obscenamente ofreciendo a un senador de oposición impunidad para él y sus familiares, todos ellos acusados de graves delitos.

López Obrador no tardaría en utilizar las mayorías calificadas, obtenidas gracias a un fraude a la Constitución y a un acto mafioso, para ejecutar su venganza contra la Suprema Corte que, habiendo mantenido una mayoría para actuar con integridad y simplemente aplicando la Constitución, se le cruzó en su camino. Tenía lista su iniciativa de “reforma”, que en realidad buscaba demoler el poder judicial que había existido desde 1995, destrucción que comprende su independencia, estándares profesionales y demás capacidades de ese poder para impartir justicia.

La Cámara de Diputados de la nueva legislatura comenzó su periodo de sesiones el 1 de septiembre de 2024; el 80% de los diputados se desempeñaba en el cargo por primera vez. Sin tiempo suficiente para estudiar la iniciativa de reforma judicial ni discutirla, la mayoría calificada del partido oficial la aprobó el 3 de septiembre. El Senado hizo lo mismo ocho días después. Obsceno también fue el plazo de dos días en que las legislaturas estatales con mayoría oficialista ratificaron lo aprobado por el Congreso federal, sin sujetarse a los procedimientos establecidos por la ley. Así, el proceso legislativo para la aprobación de la iniciativa de López Obrador fue un gran fraude a la Constitución, y a las leyes y los regímenes interiores de las cámaras del Congreso. Categóricamente su aprobación constituyó una felonía histórica.

Con la mal llamada “reforma” judicial, todos los jueces, magistrados y ministros de la Judicatura federal serán removidos y sustituidos por personas supuestamente electas por voto popular. Estos comicios son una farsa no solo en su justificación sino también en su ejecución, como ya se ha puesto palmariamente en evidencia. En los hechos, el gobierno ha determinado a la mayoría de los candidatos, sin asegurarse de que sean realmente personas que reúnan las calificaciones profesionales y éticas para impartir justicia. Los requisitos para ser candidato a juez o magistrado son a todas luces ridículos. Además, no se están dando las condiciones para llevar a cabo la votación con equidad, pulcritud y transparencia. Con todo tipo de triquiñuelas, se están desechando las reglas y prácticas que garantizaban el respeto al voto de los mexicanos que existió desde la reforma electoral de 1996. La elección de junio más bien parece un ensayo de lo que viene para futuros procesos electorales federales y estatales, donde la opacidad y el fraude, incluso peores que en los viejos tiempos, serán los rasgos dominantes. Es palmario que toda la trama es para contar con un aparato judicial federal sujeto a la voluntad del partido que ya controla a los poderes ejecutivo y legislativo, partido que a su vez sigue controlado por López Obrador.

El procedimiento de elección se reproducirá en los poderes judiciales estatales. Es evidente que los miembros del poder judicial así instalados no deberán su puesto a las personas que voten en las elecciones judiciales –ya que esas elecciones serán una monumental impostura–, sino que esos miembros deberán su lugar a sus patrones políticos que los incluyeron en las listas electorales, así como a otros promotores cuestionables que bien podrían ser delincuentes que financian y apoyan sus campañas.

Habrá, por tanto, jueces, magistrados y ministros que obedecerán, no a la ley, sino al poder político dominante. Y por si hubiera dudas, no se olvide que el nuevo régimen dispondrá también de los medios para castigar a los “desobedientes”, como puede comprobarse con facilidad viendo lo que serán los órganos que sustituirán al Consejo de la Judicatura: un nuevo órgano de administración judicial y el vergonzoso Tribunal de Disciplina Judicial.

La reforma no ofrece nada que mejore la capacidad del Estado para procurar e impartir justicia. Nada tiene para alcanzar los cambios institucionales y los recursos adicionales –humanos y materiales– necesarios para hacer efectivo el derecho fundamental a la justicia. Además, se aleja, y mucho, de lo que debe existir en toda democracia: igualdad ante la ley, protección de derechos, imparcialidad, acceso a la justicia, capacidad de respuesta, transparencia, debido proceso y proporcionalidad. De hecho, está fabricada para violar prácticamente todos estos principios. Su intención es, para decirlo con simpleza, arrasar con el poder judicial como entidad independiente y profesional, y ponerlo al servicio de quienes detentan y concentran el poder político.

Todos los argumentos dados en su momento por el expresidente López Obrador, y repetidos por su sucesora, en defensa de esta atrocidad jurídica y política son falaces de principio a fin. Han dicho, por ejemplo, que en otras partes del mundo también se elige jueces por voto popular y mencionan a los Estados Unidos como referencia. Sin embargo, olvidan aclarar que esto nunca ocurre a nivel federal y que solo algunos estados lo llevan a cabo a nivel local. De hecho, el consenso de los constitucionalistas serios de todo el mundo es muy claro: la elección de jueces mediante el voto popular socava e incluso anula la imparcialidad, independencia e integridad judicial.

Otro ejemplo de manipulación con que el expresidente y la presidenta han defendido la remoción de toda la Judicatura federal y estatales como resultado de su reforma está dado por la maliciosa referencia a la reforma de diciembre de 1994. La presidenta incluso ha dicho que “Zedillo desapareció la Corte”, una afirmación por completo falsa. Con objeto de contar con una Suprema Corte compacta, competente y renovable, la reforma de 1994 cambió el mandato vitalicio por uno de quince años y ajustó su tamaño de veintiséis (al que se había llegado por razones esencialmente políticas) a once jueces. Este número era el que había dispuesto la Constitución de 1917. La adaptación a una Corte más pequeña planteó el desafío de no hacer diferencias irrespetuosas o interesadas entre los ministros entonces vitalicios. Para abordar esto de manera justa, la reforma incentivó la jubilación anticipada de todos ellos, lo que también permitió un retorno inmediato a la regla original de la Constitución de 1917, que obligaba al Senado a elegir a los jueces de entre ternas presentadas por el ejecutivo. Las personas propuestas debían cumplir con estándares específicos y de un rigor sin precedentes. El presidente dejó de tener la facultad de designar a los ministros, y por lo mismo no procedía que yo determinase quiénes de los veintiséis ministros debieran retirarse y quiénes permanecer para llegar al número reducido del nuevo tribunal. Esta es la causa de facilitar el retiro de la totalidad de los integrantes de la Corte en 1995. Las ternas que sometí al Senado se basaron en las propuestas hechas por las barras de abogados, instituciones académicas de derecho y distinguidos juristas, en las que figuraban unos pocos de los que irían a retiro. Me complació saber que con ninguna de las once personas elegidas en 1995 por el Senado para ser ministros de la Corte había tenido yo jamás una relación profesional, política o personal previa. Esa Suprema Corte de Justicia dio prueba irrefutable de su independencia durante mi gestión al fallar en contra del ejecutivo, que yo encabezaba, en asuntos muy importantes, decisiones que fueron invariable y plenamente respetadas por el Gobierno Federal.


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