Escrito por el abril 29, 2025

México: de la democracia a la tiranía

Segunda parte

Tenía claro que México nunca podría tener democracia efectiva sin un poder judicial profesional, imparcial e independiente, encabezado por una Corte Suprema con esos mismos atributos y además con la facultad adicional de declarar inconstitucionales las leyes y las acciones del gobierno cuando la razón jurídica lo ameritaba. Para subsanar la anomalía antidemocrática de no contar con un poder judicial independiente, a los cinco días de asumir la presidencia envié al Congreso una iniciativa de reforma constitucional. Expliqué públicamente a la ciudadanía la importancia de la reforma propuesta, pero lo que resultó también crucial fue acudir en persona a ambas cámaras del Congreso para solicitar de la manera más respetuosa a los legisladores de todos los partidos que consideraran seriamente la iniciativa, así como comenzar a trabajar juntos hacia una importante reforma electoral. En mis encuentros con los legisladores, la premisa fue siempre el diálogo con todos los partidos, jamás la imposición. Con modificaciones introducidas por el Congreso mismo en ejercicio de sus atribuciones, el logro de la reforma de 1994 significó una ruptura con el pasado cuasi autoritario de México, al cual contribuyó una Corte esencialmente subordinada al presidente de la república.

La reforma de 1994 fortaleció de manera significativa y sensata el control judicial y los poderes constitucionales de la Corte, dotándola de una amplia y más fuerte facultad de decidir sobre la constitucionalidad de los actos de autoridad y las leyes, y de derogar total o parcialmente la ley o el acto bajo su control. Fue provista de la capacidad para decidir sobre controversias jurídicas entre los gobiernos federal y estatales, entre los gobiernos estatales y los municipios, y entre diferentes municipios. Se le atribuyó la facultad de decidir sobre los casos de inconstitucionalidad interpuestos por solo un tercio de cualquiera de las cámaras del Congreso federal contra leyes o resoluciones federales, y por solo un tercio de las legislaturas estatales contra sus propias leyes o resoluciones estatales. La reforma no solo fortaleció el federalismo sino su capacidad de proteger los derechos de las minorías políticas. Además, la reforma creó el Consejo de la Judicatura, al que se encargaron funciones como administrar el presupuesto judicial, nombrar a los tribunales inferiores, determinar criterios rigurosos de mérito y desempeño, y establecer mecanismos de supervisión. En consecuencia, se fortalecieron los requisitos para elevar los estándares profesionales de los miembros del sistema judicial y se frenó la laxitud tradicional en los nombramientos y jubilaciones por motivos políticos.

Una vez promulgada la reforma del poder judicial, convoqué a todos los partidos políticos a iniciar negociaciones para una reforma electoral que hiciera de México una democracia plena y funcional. El país había avanzado en esa dirección desde la notable reforma política de 1977, a la que siguieron otras reformas a lo largo de los años, aunque ninguna alcanzó un resultado ideal. Las reglas y los procedimientos electorales habían evolucionado hasta el punto de garantizar un conteo exacto de los votos. Por esta razón, a diferencia de casos anteriores, ningún partido de oposición impugnó la legalidad de mi elección en 1994. Sin embargo, las condiciones para la competencia electoral seguían siendo inequitativas. No dudé en afirmar públicamente que mi elección había sido legal, pero no justa. Esa fue la manera de señalar mi firme intención de promover con seriedad y buena fe la reforma propuesta.

Las negociaciones que siguieron fueron arduas en extremo, por muchas razones. No solo los temas eran complejos y había que superar la desconfianza entre las partes, sino que debieron llevarse a cabo en medio de una terrible crisis financiera que se registró en el país al inicio del nuevo gobierno. Nos enfrentamos de manera firme a la crisis económica, con acciones dolorosas pero necesarias –y obviamente impopulares–, todo lo cual creó un ambiente político poco propicio para la negociación. Tuve claro que las duras decisiones que debía tomar para enfrentar la crisis animarían a políticos oportunistas y demagogos a lucrar políticamente con la situación. No me importó, pues mi deber no era ser popular sino hacer lo necesario para que México superara la amenaza de sumirse en el estancamiento económico y el retroceso social por muchos años. Con el esfuerzo de todos, se logró y en los siguientes cinco años la economía del país creció a un promedio anual considerablemente mayor al registrado en dos décadas y que lamentablemente no se ha repetido, al tiempo que pudieron emprenderse políticas sociales que combatían frontalmente la pobreza. Esto se hizo sin condicionamientos políticos o clientelismos electorales, pues tales condicionamientos son el trato más indigno y humillante a los grupos menos favorecidos. Pese a las dificultades, al cabo de dieciocho meses de arduos esfuerzos, el proceso llegó a una conclusión satisfactoria: todos los partidos acordaron una importante reforma constitucional que cambió radicalmente las instituciones, normas y procedimientos electorales.

Como resultado de esa reforma, el Instituto Federal Electoral (ife) se volvió verdaderamente autónomo respecto al ejecutivo. Entre muchos resultados importantes, la reforma estableció condiciones precisas para el financiamiento y el acceso a los medios de comunicación de los partidos políticos y sus candidatos a fin de garantizar la equidad en la competencia electoral. Asimismo, se estipuló el principio de que la autoridad electoral debe contar con recursos presupuestarios suficientes para cumplir con los más altos estándares en recursos humanos, equipo y todas las demás capacidades necesarias que exija el cumplimiento de su responsabilidad crucial de proteger el voto de los ciudadanos. La protección de este derecho fue reforzada con la creación de un Tribunal Electoral Federal autónomo dentro del poder judicial, para resolver todas las controversias electorales, al tiempo que dio a la Suprema Corte el poder de decidir sobre la constitucionalidad de las leyes electorales tanto a nivel federal como estatal.

Gracias a la reforma de 1996, los ciudadanos de la Ciudad de México obtuvieron el derecho a elegir democráticamente a su jefe de Gobierno, en lugar de que el cargo fuese designado por el presidente, como había sido el caso durante mucho tiempo.

La reforma de 1996 estableció las condiciones para que México tuviera por fin elecciones competitivas, imparciales y justas; en una palabra, impecables, como me había comprometido. Se contó con la participación honorable y enriquecedora de los dirigentes de todos los partidos políticos de entonces, a quienes siempre he guardado respeto y gratitud. Esa reforma, junto con la reforma al poder judicial de 1994, proporcionó las condiciones para una democracia con una verdadera división de poderes y una presidencia efectivamente equilibrada por los otros poderes del Estado. Ello marcó el fin de la presidencia autocrática y abusiva, y el ansiado arribo de una presidencia verdaderamente democrática.

Con las instituciones, reglas y procedimientos creados por ambas reformas, en 1997 se celebraron elecciones al Congreso federal. Mi partido perdió la mayoría absoluta de la que había disfrutado durante casi siete décadas y se inició una nueva era de gobierno “dividido”, pero ciertamente democrático. Además, las elecciones de 2000 produjeron, por primera vez en la historia moderna de México, un presidente de un partido de oposición.

Si bien con esas reformas México adquirió una verdadera democracia, no tuve la pretensión de que fueran permanentes y nunca necesitaran modificaciones. Entendía que la experiencia en su aplicación y, por supuesto, los cambios en las circunstancias internas y externas del país harían aconsejable y necesario, con el tiempo, introducir ajustes a lo establecido en las reformas de 1994 y 1996, así como buscar avances institucionales adicionales. Confiaba, sin embargo, en que cualquier nueva reforma reforzaría nuestra democracia hasta convertirla en sólida e irreversible, y que siempre se respetarían la legalidad, la competencia y la independencia tanto de las instituciones electorales como del poder judicial, como piedras angulares del sistema.

Desdichadamente, esa condición, indispensable para la existencia de la democracia, ha sido transgredida sistemáticamente por López Obrador, incluso desde muchos años antes de convertirse en presidente del país e indudablemente con mucho mayor agresividad desde que asumió esa posición. El expresidente atacó sin descanso la independencia y la capacidad institucional del Instituto Nacional Electoral (ine). Con justificaciones no apegadas a la verdad, no dudó en calumniar, insultar y amenazar tanto a la institución como a las personas elegidas para garantizar que el ine cumpliese su misión constitucional. Además, se aseguró de que el ine sufriera una reducción arbitraria y significativa de los recursos necesarios para su adecuado funcionamiento.

López Obrador siempre mostró un abierto y desafiante desprecio por las reglas y procedimientos establecidos en la ley sobre lo que el gobierno no debe hacer antes, durante y después de las campañas electorales. El entonces presidente y miembros de alto nivel de su gobierno y su partido violaron en numerosas ocasiones los principios de imparcialidad, neutralidad y equidad durante las elecciones federales y estatales para favorecer a los candidatos del partido gobernante. Cada vez que el INE advirtió al ejecutivo sobre alguna ilegalidad, su respuesta siempre fue el rechazo, la burla y el desacato.

Con el poder judicial fue igualmente agresivo: no solo cuestionó, al margen de los procedimientos legales, los fallos de jueces, magistrados y ministros cuando las opiniones o sentencias no eran de su gusto, sino que también calumnió e insultó a la institución y a miembros de la Judicatura en lo individual.

De todos los ataques de López Obrador a la independencia de las autoridades electorales y el poder judicial, lo que le resultó, con mucho, más beneficioso fue su estrategia de maniobrar para ocupar vacantes en la Suprema Corte de Justicia, el ine y el Tribunal Electoral, con personas dispuestas a obedecer sus indicaciones, incluso contraviniendo la Constitución y las leyes, personas que en repetidos casos ni siquiera satisfacían los estándares éticos y profesionales requeridos.


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