Escrito por NCS Diario el abril 28, 2025
México: de la democracia a la tiranía
Primera parte
A diferencia de la actual reforma judicial, la impulsada por Ernesto Zedillo en 1994 fortaleció la independencia de la Corte, la dotó de profesionalismo y le brindó capacidades para fungir como contrapeso del presidente y el Congreso. La reforma hoy en marcha destruye todos esos avances, politiza la impartición de justicia y somete la Corte a los intereses de un solo partido.
Las formas con las que el oficialismo ha impuesto su iniciativa –con mentiras, extorsiones y fraudes a la Constitución– dibujan de cuerpo entero un proyecto político que desprecia la ley, la división de poderes y finalmente la democracia.
La eliminación de organismos autónomos, la ampliación de la prisión preventiva oficiosa, la desaparición del derecho efectivo a la transparencia, la cooptación de las fuerzas armadas y la captura del poder judicial –todas ellas acciones emprendidas por el partido gobernante– dejan al descubierto que la “transformación” buscada por Morena consiste en acabar con la joven democracia mexicana y construir en su lugar un régimen tiránico.
Siempre me pareció que proclamar como misión de su partido alcanzar la “cuarta transformación” –sugiriendo que la suya completaría las de Independencia, Reforma y Revolución– era un despropósito mayúsculo de Andrés Manuel López Obrador. Parecía inverosímil que alguien, incluso un demagogo como el fundador de Morena, se atreviera a compararse con los mexicanos excepcionales que habían logrado sentar las bases de nuestra nación. Por absurda que pareciera, su ampulosa proclama se convertía en un acertijo: ¿Cuál era la verdadera naturaleza de la transformación morenista en el poder? En los últimos meses de su gobierno y los primeros de su sucesora, Claudia Sheinbaum, el acertijo quedó diáfanamente resuelto: la transformación prometida era en realidad la de sustituir nuestra joven democracia por una tiranía.
Las verdaderas “transformaciones” que antecedieron a la “cuarta” de Morena son otras y están indeleblemente inscritas en nuestra historia. La primera fue aquella en que déspotas y caciques transformaron la prometedora independencia de la joven nación en miseria para el pueblo y en pérdida de gran parte del territorio nacional. Transcurrieron muchos años de empobrecedoras luchas fratricidas y desgobierno, para que los patriotas liberales llevaran a cabo la Reforma inscrita en la Constitución de 1857, lo que nos dio las bases para construir una república libre y democrática. Además, los liberales, con el liderazgo del presidente Juárez, resistieron y vencieron una invasión francesa que en complicidad con el bando conservador buscó imponernos a un príncipe extranjero como soberano.
Por desgracia, la ambición de poder de un gobernante terminó por volcarse contra los ideales de la Constitución liberal y transformó la Reforma en una prolongada dictadura. En 1910, el movimiento encabezado por Francisco I. Madero venció a la dictadura y restauró la república democrática. No obstante, las fuerzas del autoritarismo –siempre acechantes– no tardaron en conspirar y asesinarlo. Así, la democracia de Madero quedó convertida en una tiranía.
Los mexicanos se deshicieron en 1914 de aquel poder usurpador. La Revolución mexicana dio pie a la Constitución de 1917 y, al institucionalizarse, hizo posible un largo periodo de estabilidad y avance, aunque demoró la promesa de democracia que había dado origen a la propia Revolución. No obstante, gracias al empeño de ciudadanos, intelectuales y políticos de varias generaciones y distintas militancias, se dieron progresivamente reformas para hacer realidad la democracia que había prometido Madero. Cuando concluía el siglo xx, los mexicanos logramos por fin decir con orgullo que pertenecíamos a una nación con auténtica democracia, la misma que ahora los gobernantes de Morena están transformando en otra tiranía.
Mientras asegura continuar los avances logrados en la Independencia, la Reforma y la Revolución, el movimiento morenista está, en realidad, emulando los atropellos que se hicieron contra la Independencia, la Reforma y la Revolución. Los mismos que transformaron esos episodios extraordinarios y promisorios de nuestra historia en tragedias para la nación. Habiendo accedido al poder gracias a la democracia que, al cabo de muchas luchas, alcanzamos los mexicanos, López Obrador y su partido se han empeñado –y mucho han avanzado– en destruirla. De no corregirse, esta infamia tendrá terribles consecuencias para el presente y futuro del país. No solo cancelará oportunidades de desarrollo sino la libertad y los derechos fundamentales de los mexicanos.
La actual desventura de México me forzó a cambiar la decisión tomada, desde que concluí mi responsabilidad como presidente, de abstenerme de comentar públicamente los acontecimientos políticos de la nación. Lo hice justamente1 el día que López Obrador –en un 15 de septiembre, burlonamente, y con la presidenta electa a su lado– firmó la promulgación de la reforma a la Constitución, para destruir la independencia y el profesionalismo del poder judicial mexicano, a la que han seguido otras que completarán la tarea de demoler nuestra joven democracia.
La indignación que siento frente a esta realidad sería idéntica bajo cualquier circunstancia, pero el hecho de que por mandato de los mexicanos haya sido yo parte de la construcción de la democracia hoy asediada, me obligó a romper mi silencio para denunciar este histórico atropello.
Desde mi protesta como candidato a la presidencia, a lo largo de mi campaña electoral y al tomar posesión como presidente, me comprometí a emprender las reformas necesarias para hacer de México una verdadera democracia, por supuesto incluyendo su elemento indispensable: un poder judicial independiente. Ese compromiso obedecía a mi convicción de que México no había podido satisfacer las demandas de progreso económico, social y político porque fundamentalmente había fracasado en construir una democracia auténtica.
Desde el fin de la lucha armada revolucionaria en la década de 1920, nuestro país fue uno en el que, a diferencia de muchos otros de América Latina y el mundo, los poderes ejecutivo y legislativo se renovaban periódicamente mediante elecciones regulares y multipartidistas, aunque limitadas. A pesar de que la Constitución estipulaba la democracia como nuestro régimen político, las reglas formales e informales eran tales que, durante mucho tiempo, los partidos políticos distintos al PRI –mi partido– no tenían oportunidad de ganar esas elecciones periódicas. A nivel nacional y local, prevalecieron reiteradamente los gobiernos, tanto del poder ejecutivo como del legislativo, provenientes de un mismo partido, aunque con la regla de oro de no reelegirse. Esos mismos gobiernos eran los responsables de organizar y validar las elecciones. Sin duda, la estabilidad política que trajo el dominio de un partido único produjo un progreso económico y social significativo durante varias décadas y permitió la creación de instituciones importantes y útiles.
Pero también tuvo un alto costo: un ejercicio del poder arbitrario, sin controles ni contrapesos adecuados por parte del Congreso ni del poder judicial. Contrario a lo dispuesto en la Constitución, el Congreso no reguló las acciones del presidente y, en cambio, asumió que su papel era respaldar incondicionalmente al ejecutivo. Ese apoyo fue beneficioso para ciertos propósitos. Sin embargo, durante las épocas de mayores desafíos, ello también consintió el uso abusivo de la autoridad, lo que se tradujo en la formulación de políticas equivocadas que llevaron a graves crisis económicas e incluso a la represión política.
La Constitución de 1917 postulaba la independencia e imparcialidad del poder judicial pero pronto, a través de una sucesión de reformas, se ignoró ese ideal. En última instancia, esas reformas buscaron, en general, ampliar la capacidad del presidente de la república para influir, e incluso controlar, a la Suprema Corte de Justicia, permitiendo que sus actos de gobierno se llevasen a cabo sin ser obstaculizados por un poder judicial independiente. Había múltiples medios de control del ejecutivo sobre el judicial, desde el nombramiento de los ministros y jueces hasta el control de su presupuesto. Durante la mayor parte del siglo xx, el poder judicial se transformó simplemente en una parte del sistema político de México, basado en el predominio de un partido, esencialmente al servicio del liderazgo en turno. Con frecuencia, la Corte dejó de proteger los derechos individuales, aprobó políticas y acciones gubernamentales que carecían de fundamento constitucional y limitó el acceso de los ciudadanos a la justicia.