Escrito por el abril 27, 2025

La archiduquesa Olga Mijáilovna

Belleza, juventud y riqueza no son para siempre. De las tres hay una que, con inteligencia y si, el destino lo depara, puede durar para siempre. Grandes fortunas hemos visto caer en la bancarrota, familias que durante generaciones amasaron grandes cantidades de dinero y mucho prestigio social que en poco tiempo se vieron empobrecidas. Esta reflexión me hace pensar en una archiduquesa rusa, Olga Alexándrovna Románova. En Rusia archiduquesa se le llama a las hijas del Zar, a las esposas de los hermanos del Zar y a las esposas de los tíos del Zar. Olga tenía el título de archiduquesa por ser la última de los cinco hijos que tuvieron los Zares, Alejandro III y María Fiódorovna, Dagmar por su nombre de soltera danés.

El mayor de los hijos fue Nicolás, que estaría destinado a sustituir un día a su padre en el trono después de su muerte, cosa que se produjo en 1894 a consecuencias de complicaciones renales. Olga nació en el palacio de Peterhoff, un magnífico conjunto palaciego al sur de la ciudad de San Petersburgo. La característica principal de este conjunto palaciego es una sucesión de cascadas y fuentes con agua adornadas con hermosas estatuas doradas que caen desde el palacio hasta un gran canal que desemboca en el Golfo de Finlandia. Sin embargo, toda su niñez y adolescencia las pasó en el palacio de Gátchina (el único de los grandes palacios de San Petersburgo que no conozco personalmente) por estar particularmente bien protegido. Su padre, el Zar Alejandro III, temía exponerse demasiado al público, considerando la forma en que había muerto su propio padre, Alejandro II, a consecuencias de un atentado. A Alejandro II le gustaba pasearse y mostrarse en carroza por las calles de San Petersburgo.

Hoy en día se encuentra la Iglesia de la Sangre Derramada de Cristo en el sitio exacto donde se produjo este atentado a Alejandro II. En el palacio de Gátchina se llevaba una vida bastante familiar, siendo Olga muy allegada a su padre y a uno de sus hermanos, Miguel. La madre, María, era una mujer fría, en particular, con su hija menor, lo que hizo que nunca tuvieran madre e hija una gran relación. A los 19 años se casó con un pariente lejano, el Duque Pedro Alexándrovich de Oldembourg, ya de 34 años. Todo el mundo estaba contra ese matrimonio. Los rumores de que su esposo era homosexual eran muy fuertes pero ella se casaba no por amor, sino para alejarse de su madre. Es necesario decir que ese matrimonio nunca se consumó. En 15 años nunca compartieron cama ni pasaron un momento de amor carnal.

Olga se refugiaba en pintar en acuarela, cosa que hacía con mucho éxito, y en vivir al lado de la corte de su hermano Nicolás II. Dicen que era una mujer muy sencilla y que con frecuencia tomaba taxis como medio de transporte para trasladarse por la ciudad, gustando conversar con los chóferes de este medio de transporte. Se dedicó de lleno a ocuparse de sus cuatros sobrinas: Olga Tatiana, María y Anastasia, llevándolas a fiestas para que conocieran a jóvenes de sus edades. De todas, su preferida era la pequeña, Anastasia, la más natural y traviesa de las cuatro, a la que llamaba “mi querida hada”.

Estallo la Primera Guerra Mundial, Olga con su propio dinero instaló en su palacio de la ciudad de Kiiv un hospital en el que recibían a los militares heridos. También montó su campamento médico a muy pocos kilómetros del frente, motivo por el cual fue condecorada con la orden del mérito de San Jorge, máxima distinción del Imperio Ruso. Durante la guerra conoció a Nikolái Alexándrovich Kulikovski, de quien se enamoró siendo doncella y de quien se convirtió en amante. Le pidió a su hermano Nicolás II la anulación de su primer matrimonio y al Zar, creyendo que era un amor pasajero, le respondió: – “Si dentro de siete años continúas enamorada de Nikolái Alexándrovich, yo te concederé la anulación de tu primer matrimonio”. No esperó el Zar siete años. Rusia estaba en guerra y Nikolái Alexándrovich y Olga se casaron en una boda muy íntima en Kiiv.

Rusia entraba en la guerra civil, ya se había tenido conocimiento del fusilamiento de su hermano preferido, Miguel y del Zar Nicolás II. La Zarina madre, María, con sus dos hijas mujeres, Ksenia y Olga, se encontraban con sus respectivos maridos e hijos en prisión domiciliaria en sus palacios de Kiiv. Lograron escapar a Crimea, que era una zona controlada por los rusos blancos, es decir, todos aquellos que se agruparon en un ejército para luchar contra los bolcheviques, los rojos. Desde Inglaterra, la reina Alexandra de Inglaterra, hermana de María, mandó un acorazado para sacar del puerto de Yalta a lo que quedaba de la familia Imperial, negándose Olga y su marido a abandonar tierra rusa. Muy discretamente, con sus ya a estas alturas dos hijos varones, alquilaron una pequeña granja en Ucrania y vivieron con un muy bajo perfil.

Cuando las tropas blancas supieron que una Románova aún se encontraba en suelo ruso vinieron a verla para proponerle el trono. Ella rechazó la idea considerando que era un trono maldito, pero la información también llegó a los rojos, por lo que tuvieron que escapar. De Rostov na Don a Belgrado, a Londres y después a Dinamarca, donde ya estaba su madre María. Durante los años en que Olga convivió con su madre, la antigua emperatriz María, le sirvió de dama de compañía y secretaria personal. A la muerte de su madre, Olga y su esposo compraron una granja dedicándose a la cría de animales y a la siembra de hortalizas, viniendo ella, personalmente, en múltiples ocasiones al mercado a vender las papas de su producción.

Cuando apareció la pretendida Anastasia Románova, que alegaba haber escapado de la masacre de su familia, fue Olga una de las que vino a entrevistarse con ella para identificarla. Fue categórica: aquella mujer no era su sobrina más querida.

Pronto llegó la Segunda Guerra Mundial y en el trasiego de poblaciones de un lugar a otro de Europa por este motivo, a Dinamarca llegaron muchos soldados soviéticos que habían sido tomados prisioneros por los alemanes. Con la liberación de Dinamarca por los ingleses, Olga se dedicó a atender a esta gran cantidad de soldados soviéticos, haciendo todo lo posible para que no regresaran a la Unión Soviética. Muy conocida era la orden de Stalin de que todo soviético que se hubiera entregado con vida al enemigo alemán debía ser fusilado posteriormente. Tan incómoda se hizo Olga para Stalin, allá en Moscú, que decidieron, también por invitación del gobierno danés, abandonar el país, país que, por demás, era el país natal de su madre.

Vivieron una segunda migración. Esta vez el destino fue Canadá. Se compraron otra vez una pequeña granja en Mississuaga, no lejos de Toronto. Allí continuaron sus tareas de agricultores que ya habían practicado en Dinamarca. Al saber los emigrantes rusos que allí vivía la archiduquesa Olga, en masa venían a verla a saludarla y a presentarle sus respetos. A pesar de todos los avatares de la vida, Olga seguía en su trabajo oficial de miembro de la familia imperial. En 1959, la reina Isabel II en viaje a Canadá, con quien estaba emparentada por ser ambas descendientes de la reina Victoria de Inglaterra, la invitó a un almuerzo. Olga no quería asistir, alegando que no tenía una ropa adecuada. Entre todos los amigos la convencieron para que se fuera a Toronto para comprar un hermoso vestido blanco y azul, siendo este almuerzo su última función oficial.

En ese año 1959 perdió a su esposo y ella misma, ya muy delicada, abandonó su granja y se instaló en un pequeño apartamento en la primera planta de una peluquería en Toronto propiedad de unos emigrantes rusos. La muerte le llegó en 1960. Sus cadáver fue acompañado durante la ceremonia realizada en la iglesia rusa de Toronto por sus familiares, muchos emigrantes rusos, la prensa y curiosos. Era la última Románova que quedaba en vida que fuera testigo de los eventos que habían transformado su país. Olga Románova descansa hoy en un cementerio de Toronto al lado de su esposo.


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