Escrito por NCS Diario el abril 25, 2025
Mario Vargas Llosa
De Varguitas a Toño Azpilcueta: apuntes de un lector agradecido
Mi encuentro con Mario Vargas Llosa sucedió en los años de la adolescencia. El libro era de la editorial Planeta, de pasta dura, y parte del catálogo de Círculo de Lectores. Alguien en casa estaba suscrito a esta especie de club y periódicamente llegaba el correo con alguna de las novedades promovidas por la editorial. Y así apareció La tía Julia y el escribidor a fines de los setenta.
Entre otras, yo venía de disfrutar las Lecturas clásicas para niños (un compendio de lo mejor de la literatura universal editado por la SEP), Las aventuras de Tom Sawyer y de Robinson Crusoe, y de entusiasmarme con El vendedor más grande del mundo y Juan Salvador Gaviota. Es decir que, como es natural a esa edad, había navegado por lecturas amenas, pero lineales, sin muchas exigencias comprensivas. La tía Julia fue un suceso acorde, incluso, a los cambios biológicos que me acompañaban en esos tiempos.
Una intensa aventura de amor narrada desde una perspectiva autobiográfica, inserta en las historias ficticias contadas por un estrambótico escribidor arrastrado a la locura, hizo de la novela de Vargas Llosa el umbral por el que incursioné a la adolescencia y a textos mucho más demandantes. ¡Qué jovencito de esos años no habría aspirado a vivir las urgencias amorosas y correrías literarias de Varguitas!
Desde entonces, las obras del escritor peruano se convirtieron en garantía de entretenimiento, y rápido agoté la lectura de los títulos que guardaba la biblioteca pública del pueblo, La ciudad y los perros, La casa verde, Conversaciones en la catedral. Digamos que, para cuando ingresé a la universidad, a principios de los ochenta, había normalizado mi gusto por las novelas de este autor, hasta que tropecé con la que, para mi gusto, es la mejor de sus novelas: La guerra del fin del mundo. La técnica narrativa, la construcción de los personajes y la estructura del relato me emocionaron como nunca y me hicieron releerla en dos ocasiones. “El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil”. Más de 30 años después todavía puedo citar de memoria algunas oraciones de esa novela y perdura la “edición definitiva” de Santillana (2003), de 844 páginas y letras diminutas, entre los libros mal acomodados de un estante decrépito que acompaña lo que queda de lo que fue el comedor familiar.
La guerra del fin del mundo, Cien años de Soledad, Rayuela y Pedro Páramo se convirtieron en mis libros básicos de la literatura latinoamericana. Acompañando estos insustituibles están El siglo de las luces y Entre Marx y una mujer desnuda.
Un día, fruto de una de esas equivocaciones afortunadas que nos obsequia la vida, me encontré en un curso de narrativa en el que tenía que emprender la construcción de un relato de ficción. Yo me había inscrito en la Academia Literaria de Campeche pensando en aprehender alguna herramienta en materia de crónica y ensayo, géneros cercanos a mis intereses profesionales, pero el proyecto trataba de formar a escritores de cuento o novela. Me hallé, así, frente al abismo: inventaba algo que me mantuviera en la lista de alumnos de Jorge Volpi o decía adiós a las enseñanzas del más destacado miembro de la generación del Crack. Decidí improvisar una historia breve, sin más asidero que la imaginación, que transcurría en eso que por acá llamamos “la montaña”.
No le encontraba mucho sentido a esa historia montuna o rural, pero en eso vino Vargas Llosa en mi auxilio: llegó a mis manos El sueño del celta, una novela que narra aventuras en el Congo Belga y la Amazonía durante las primeras décadas del siglo XX. Y ese fue el aval que necesitaba para desfogar sin cargo de conciencia las fantasías con que justifiqué mi infaltable asistencia a las clases que, de alguna manera, me trajeron a las letras del sol de hoy.
Todavía tengo fresca la lectura de Le dedico mi silencio, la novela –última- que publicó Vargas Llosa el año pasado y en la que, con el personaje principal, parece evocar al “escribidor” de La tía Julia. Las similitudes entre Toño Azpilcueta y Pedro Camacho me figuraron la anunciación del cierre de un ciclo de escritura e, inevitable, de vida. Vargas Llosa murió y sólo las veleidades de la historia determinarán qué permanece de su literatura.
Salvo el ejemplar de la edición de lujo de La tía Julia y el escribidor, extraviado en alguna de las tantas mudanzas de mi vida, para escribir este texto revisé los otros tres libros que menciono: La guerra del fin del mundo, El sueño del celta y Le dedico mi silencio… Hojearlos ha sido un viaje melancólico y agradecido por otros “tiempos recios”.