Escrito por NCS Diario el abril 21, 2025
Borges en Semana Santa
Muchas veces he tenido la sensación de haberlo descubierto demasiado tarde. Por alguna desdichada razón, no lo vi entre los libros amontonados en la biblioteca de mi padre, y los maestros de primaria y secundaria lo pasaron por alto. Fue hasta los años de la preparatoria cuando una amiga argentina me prestó algunas de sus obras y terminó regalándome El Libro de Arena, en su vigésima primera edición de la editorial Emecé. Esa querida amiga – Delia Samberino Birri – coordinaba un taller literario en el que se afanaba por revelarnos, a unos cuantos montunos, los secretos de la literatura y las virtudes del vino. Conmigo, ambos empeños fueron infructuosos, pero me puso al alcance la inconmensurable obra de Jorge Luis Borges.
Borges no era bien visto en aquellos tiempos. Sus declaraciones políticas, controversiales, no coincidían con la moda izquierdosa que se había extendido por Latinoamérica, y entre los profesores parecía haber una disimulada censura de su obra literaria. No obstante, alentado por Delia, leí con disciplina algunos de sus poemas y me extravié con arrebato en sus narraciones. Absorbido por la dinámica escolar y las urgencias de la post adolescencia, concluí el bachillerato sin compartir con mis amigos el entusiasmo y la emoción que me regalaban las relecturas de ciertos textos borgesianos. El jardín de los senderos que se bifurcan suplió la improbable causalidad del libre albedrío por la inevitable certeza de la fatalidad del destino, y El otro me dio materia para un buen número de textos en los que la argumentación principal era el desdoblamiento del autor en protagonista de la historia.
Aunque para mi yo íntimo Borges había sido un descubrimiento extraordinario, fue hasta ingresar a la universidad cuando aprecié plenamente su trascendencia literaria y pude compartir el entusiasmo por su lectura. Con amigos y compañeros de aula desmenuzamos metáforas, desciframos cuentos, discutimos ensayos, y así fuimos conociendo las múltiples facetas de su obra. En una hoja de mi cuaderno de apuntes escolares conservo el poema La noche cíclica, cuyos versos me han acompañado desde entonces: “Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras: los astros y los hombres vuelven cíclicamente”. Y ahí se quedó Borges, siempre a la mano, en el habitual asombro de su inteligencia, en la exaltación de su erudición y de su prodigiosa imaginación.
En el prólogo de sus Obras Completas, Borges escribió en alusión a sus temas: “La patria, los azares de los mayores, las literaturas que honran las lenguas de los hombres, las filosofías que he tratado de penetrar, los atardeceres, los ocios, las desgarradas orillas de mi ciudad, mi extraña vida cuya posible justificación está en estas páginas, los sueños olvidados y recuperados, el tiempo…”
Esta semana abrí, otra vez, los Cuentos completos (Lumen). El azar me llevó a El jardín de los senderos que se bifurcan, doce páginas colmadas de subrayados que dan cuenta de mi inagotable asombro. Comparto algunos: “Un pájaro rayó el cielo gris”, “inútil perfección del silencio”, “El tren corría con dulzura”, “esas heterogéneas fatigas”, “Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia.” “El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros”.
Casi como si fuera parte de la tradición de estas fechas, he releído Tres versiones de Judas, una narración inquietante que golpea “un misterio central de la teología”. Nomás para incentivar la curiosidad, cito: “No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas”.
Confieso que soy asiduo lector de dos cuentos: La casa de Asterión y El inmortal, y procuro tropezarme seguido con cualquiera de sus poemas. Releer a Borges es, siempre, una manera de recuperar el ánimo y de sorprenderme con la magia que es capaz de producir la inteligencia humana.
No obstante, distraído por la estridencia de nuestros días, mi hijo aún no se conmueve ante la prodigiosa memoria de Funes, ni le sorprende que las manchas del jaguar sean, en realidad, una secreta escritura divina. Pero sé que, más temprano que tarde, habrá de extraviarse en los laberintos de la sabiduría del argentino, y su imagen se reflejará hasta el infinito en el juego de espejos que es la obra de este autor fundamental y universal.
Y, como a él, como a mi hijo, sólo quería recomendar a quienes dispondrán de unos días de asueto, que se aventuren a conocer esos planetas de improbable registro: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.