Escrito por NCS Diario el abril 4, 2025
El diario y yo
Cuando Daniel se fue comencé a escribir un diario. Muchos años antes, en un taller de literatura, el dramaturgo Hugo Hiriart nos recomendó llevar un registro cotidiano de nuestras vicisitudes. No atendí su conseja. Supuse que ya tenía demasiada edad para emprender esas rutinas que creía de adolescentes. Un diario. Hablarte a ti mismo frente a la hoja en blanco, como si se tratara de describir la imagen que ves en el espejo.
Comencé, entonces, no por la recomendación del maestro Hiriart, sino por una necesidad vital: quise apuntar las emociones con que la ausencia de Daniel iría marcando mi vida. No se trataba de un ejercicio literario, sino del sincero testimonio de un padre avasallado por la lejanía del hijo. Y digo “sincero” porque sólo así concibo un diario, recogiendo verdades desnudas, ejercicio de catarsis emocional, espiritual.
Con esmerada disciplina escribí a diario durante las primeras semanas. Largos textos en los que daba cuenta de lo cotidiano y de los estados de ánimo con que atacaba la lejanía del hijo. Con los meses, mis escritos se hicieron breves, espaciados. Hasta volverse innecesarios como terapia para sobrellevar lo irrenunciable. No es que hubiera aminorado un ápice el pesar ni que me acostumbrara a su veneno corrosivo. Simplemente, una madrugada en que el reflujo de su ausencia me asfixiaba, acepté que aquel ácido era consubstancial a los disfrutes y pesares de una paternidad irrenunciable. Se trata, me dije en medio de la oscuridad que anunciaba el alba, de no abandonar el territorio de los afectos que nos son comunes. Tú y yo, satélites en órbitas inalterables desde el origen del universo.
Ahora, superada su justificación terapéutica, dudo también de la utilidad literaria de ese diario. Me pregunto a quién podrían interesarle las incidencias emocionales de un padre común y corriente extrañando a un hijo que se enfila a ejercer los fueros de la madurez y a correr los riesgos del soberano libre albedrío. Ni siquiera podrían servir para uno de esos libros de autoayuda que saturan las librerías en estos tiempos asfixiados por la ansiedad y la depresión. Dejaré aquí, entonces, algunos apuntes de este proyecto, fallido, que pude haber titulado “El diario y yo, la historia inconclusa”:
“Sé que hay un estigma social contra el llanto, como si las emociones tuvieran que simularse, esconderse. Durante años me entrenaron para resistir a los golpes de vida sin ceder al sosiego de los sollozos. Pero ahora he descubierto que es bueno llorar. Llorar fuerte es como drenar el espíritu. Como si con las lágrimas y los mocos vomitáramos el veneno que nos intoxica el ánimo.
La vida se trata de esperar (uno siempre espera, desde cosas tan urgentes como al repartidor de agua, o como a la quincena, o hasta milagros). Y yo estaré plantado aquí, en espera de tu regreso.
Ahora, tengo un vacío: veo inmensas las horas por venir.
Puede ser domingo o cualquier otro día. Sé que, como escribiría algún poeta, Daniel es la medida de mi tiempo: estar con él o no estar con él es la diferencia.
Reconozco que no sé qué escribir en un diario. Fui a la cantina y volví borracho.
Mi hijo, mi amigo, mi hermano, mi padre… cada vez es más mi padre. Su presencia, aunque lejana, me es como un halo protector.
Sí. Es mejor recordar tonterías que imaginarlas.
Como una montaña que se derrumba sobre mí, llega su ausencia. Es imposible huir. Con sus estruendos y silencios la añoranza lo colma todo, avalancha que oprime y asfixia. En ningún lugar estoy a salvo.
Anoche, ya en la madrugada, soñé que estaba en la luna, sí, en el satélite de la tierra. Ya no recuerdo qué hacía allá pero no fue una mala experiencia. Sí acaso extrañé la ausencia de gravedad y sentí un poco del miedo que causa ver el mundo desde las alturas… sin él.
Uno debe tener siempre una botella de whisky a la mano. Digo, hay momentos en que un buen trago nos ayudaría a sobrellevar el peso de los vacíos que nos abruman, a hacer ligera la carga de las ausencias que nos sobran.”
Quizá escribir en un diario nunca fue lo mío. O tal vez, sin darme cuenta, nunca he dejado de hacerlo.