Escrito por NCS Diario el marzo 14, 2025
De Tepetitán a Palizada: una expedición por el Edén
Escaseaba el combustible y las noches eran especialmente frías y oscuras. Un silencio denso se cernía sobre la ciudad, roto apenas por el retumbar seco y lejano de explosiones que llegaban del mar. Desde hacía meses, barcos de la armada francesa se habían anclado frente a la ciudad colonial, impidiendo el arribo de los suministros más elementales para sus habitantes. Campeche era una plaza en guerra, sitiada y acosada por mar y tierra. Las escaramuzas violentas se acercaban cada vez más al recinto amurallado y a sus barrios. Las familias se guarecían en sus hogares, ateridas de temor. Sólo el hambre y el miedo acompañaban a los campechanos una vez que sonaban las campanas de las iglesias anunciando el toque de queda. Diciembre llegó a las calles desiertas, en penumbras y despojadas de todo rastro de fiesta o esperanza. En Campeche, el año de 1863 agonizaba bajo el fragor de una batalla “desigual y encarnizada”.
En enero de 1864, después de más de un año de bloqueo a la ciudad de Campeche, sin municiones para sostener la defensa ni víveres para abastecer a la población, el gobernador Pablo García se vio obligado a firmar la capitulación ante los representantes del Imperio y, junto con una decena de sus colaboradores, fue desterrado a La Habana. Aquel sería, quizás, el más infame de sus cumpleaños: abrumado por la ignominia de la derrota y humillado por la prepotencia de los emisarios del Segundo Imperio, el 27 de enero alcanzó los 40 años de edad en el desamparo de los expatriados.
El estado y toda la Península quedaron bajo el control de las autoridades conservadoras e imperiales. Sin embargo, entre la paz impuesta a sangre y fuego, el germen de la resistencia seguía latiendo. Una madrugada de agosto de 1866, los campechanos despertaron con el urgido tañer de las campanas de la iglesia del barrio de Santa Ana: en un acto desesperado, un puñado de liberales se había atrincherado en el templo en muestra de repudio y abierto desafío al Imperio. El movimiento fue sofocado en pocas horas. Sus participantes fueron apresados y arrastrados por las calles, exhibidos como trofeos para escarmiento de quienes osaran oponerse al régimen.
Esta acción minúscula, que nunca representó una verdadera amenaza para la dominación conservadora, desató una persecución feroz contra la oposición. Los personajes más destacados de la ciudad fueron encarcelados, entre ellos, Pablo García, quien había regresado de su destierro un año antes y vivía en el anonimato, apartado de los sinsabores de la política. El que alguna vez fuera un prominente político liberal había optado por el retiro, tal vez convencido de la inutilidad de enfrentarse a una fuerza tan poderosa como el Imperio napoleónico. Pero en el encierro, incomunicado y siempre bajo la mirada fría de un centinela, Pablo García tomó conciencia de que aún le debía bastante a la historia de su tierra. Días después, fue puesto en libertad y no perdió tiempo: aprovechó la primera oportunidad para abordar, furtivamente, un barco que lo llevó a Paraíso, Tabasco, donde las fuerzas republicanas mantenían viva la llama de la resistencia.
Los tabasqueños habían repelido con éxito los embates del Imperio. Bajo el liderazgo del gobernador Gregorio Méndez Magaña y favorecidos por la ferocidad del territorio selvático, las fuerzas liberales habían derrotado a las tropas francesas y, desde el 27 de febrero de 1864, expulsado a los invasores de su capital, San Juan Bautista. Pablo García desembarcó entonces en suelo amigo y, sin demora, se dirigió a la capital del estado, donde fue recibido con afecto por el gobernador Méndez. Este, reconociendo su valor y determinación, puso a su disposición “una fuerza de cincuenta a sesenta hombres… acantonada en Tepetitán”.
En lo profundo de las tierras bajas tabasqueñas, Tepetitán era el último poblado en las orillas del río Tulijá al que llegaban los barcos provenientes de San Juan Bautista. A pesar de su aislamiento, era una comunidad vibrante que funcionaba como centro de abastecimiento para las escasas comunidades que comenzaban a asentarse en los alrededores y, sobre todo, para los campamentos que, internados en el monte, explotaban las maderas preciosas y el chicle. También era el reducto más alejado de la autoridad civil, con un destacamento de la fuerza pública destinado a imponer paz y orden en aquellos pantanales donde se vivía y moría en la frontera de la ley.
Hasta ahí llegó Pablo García para hacerse cargo de la tropa que Gregorio Méndez había puesto a sus órdenes. Al divisar las casas de madera con techos de tejas rojas, sintió la serenidad de saberse en la ruta correcta. Menos de dos meses después de su huida de Campeche, estaba listo para regresar al frente de las Fuerzas Expedicionarias sobre los territorios de Campeche y Yucatán, armadas con “quinientos fusiles, parque, pólvora y una pieza de artillería”.
En octubre de 1866, como cada año desde hacía siglos, los ríos se desbordaron sobre la planicie tabasqueña. El Coronel Pedro Celestino Brito, designado por Pablo García como General en Jefe de las Fuerzas Expedicionarias, fue el encargado de trazar la ruta a seguir en aquella maraña de arroyos y lagunas que se extendían como un laberinto acuático. “Nomás no nos vayas a llevar a Guatemala, Coronel”, bromeó García, cuando abordaron la embarcación principal, la más grande de las trece o catorce que integraban la expedición, y donde habían acomodado el cañón a medio armar. Las barcas no estaban hechas para enfrentar las aguas abiertas del mar; así que tendrían que abrirse paso por el inhóspito territorio que enlaza a Tabasco y Campeche con sus enredadas e interminables venas fluviales.
Era un grupo variopinto, integrado por tabasqueños, campechanos y yucatecos, de edades y personalidades contrastantes. El mayor era el Coronel Celestino Brito y el menor, un jovencito tabasqueño que no llegaba a los veinte años. Ninguno de ellos tenía experiencia militar y la mayoría provenía de la policía montada que, en aquellos tiempos, ante la falta de jueces, impartía justicia en esos caminos dejados a la buena de Dios. Habían sido contratados por el gobierno de Tabasco, que se comprometió a entregar sus estipendios, cada quincena, a las personas que ellos mismos habían designado, hasta que la República se restaurara en los estados peninsulares.
Las mañanas las dedicaban a ejercitarse en las prácticas básicas de la disciplina militar y al conocimiento de las armas. Marchaban durante una hora a la orilla del río y, luego, desmontaban y volvían a armar rifles y pistolas, los cargaban y descargaban de municiones, pero tenían prohibido disparar si el Coronel no daba la orden. No había motivos para la discordia. El Coronel Brito había definido rangos y tareas dentro de aquella tropa tan improvisada como ingenua. Iban a la guerra como si fueran a apaciguar un pleito de cantina. Pablo García se mantenía al margen, como si sus bigotes tupidos y largos, lo excluyeran de aquellas rutinas. Él era el licenciado Pablo García, la autoridad civil por encima de la militar, y quien para mostrar su autoridad decidía a diario el fin de las prácticas militares: “Vámonos, Coronel, que la guerra todavía nos queda lejos”.
La caravana sorteó con buena fortuna los bancos de arena blanca que de repente emergían en medio de los afluentes lentos y esquivó las corrientes impetuosas que formaban violentos remolinos en los recodos de los ríos. Navegaban con la claridad del día, y cuando caía la tarde, antes de que la oscuridad impidiera divisar las trozas de caoba y cedro arrastradas por el torrente, procuraban atracar en las cercanías de los caseríos. Allí aprovechaban para comprar alimentos que completaran la dieta y saciaran el hambre de la tropa. Disponían de cinco mil pesos para pagar los productos que iban adquiriendo, como huevos y gallinas, plátanos y yucas, pozol y diversas frutas del trópico generoso. Mientras sus hombres improvisaban el campamento donde pernoctarían, encendían fogatas y algunos pescaban al anzuelo, Pablo García y el Coronel Brito aprovechaban para platicar con los pobladores y verificaban que la expedición avanzara en la ruta correcta.
El prócer campechano nunca olvidaría la explosión de sonidos y colores que daban vida a las mañanas. El verde oscuro de la selva y el profundo azul del cielo se rendían ante los intensos rojos y naranjas y amarillos con que el sol despertaba al mundo. Las escandalosas bandadas de cotorros, la algarabía de los pájaros y el aullido de los monos desperezándose, la neblina asentada, inmóvil, sobre la corriente del río, el olor a tierra húmeda y flores dulces, y los popales que se extendían como un océano vegetal hasta el fondo del horizonte, impregnaron para siempre los sentidos de Pablo García. “Así debió ser el Edén”, pensó un amanecer, abrumado por el espectáculo salvaje, indómito, de la naturaleza.
A pesar del calor interminable, las lluvias repentinas y el acoso constante de chaquistes y mosquitos, en los primeros días de noviembre, cuando el sol comenzaba su descenso, bajo la mirada curiosa de una familia de nutrias que se acicalaba en la orilla del río, Pablo García y su pequeña tropa desembarcaron en la Villa de Palizada con buena salud, el ánimo intacto y el fervor de quienes se saben convocados por la Historia. Arropado por el júbilo de las autoridades y la calidez de los paliceños, permaneció veinte días en este pueblo antes de reiniciar el viaje hacia Campeche.
Nota:
De Tepetitán a Palizada -localidades hermanadas por el aislamiento- se extiende la ruta fluvial que siguió Pablo García para encabezar la resistencia y “libertar a su patria del yugo extranjero”. Esa travesía fue, tal vez, el prólogo venturoso de una historia de horror, sangre, muerte y traiciones. Quizás por eso me parecen idílicas las jornadas de ese recorrido por el Edén, de la que nada, o casi nada, se sabe, pero que no resulta difícil de recrear desde la atalaya de la imaginación.
Este texto se basa en algunos pasajes de los Apuntes Biográficos de D. Pablo García que escribió Tomás Aznar Barbachano (1896). El documento puede consultarse en internet: