Escrito por el marzo 6, 2025

De gloria y ensueño a ruina y delirio

El sueño americano se ha convertido en el delirio de un orate. Lo peor es que su sombra se proyecta sobre todo el mundo. La era dorada de Trump es una distopía, pero la alternativa parece ser la resignación azorada.

Crecí en un círculo familiar que se definía como antiimperialista. El círculo de amigos de mi padre y buena parte de su entorno laboral estaba formado por excomunistas y exlombardistas que conservaban sus convicciones prosoviéticas. Desde luego, Cuba era un ejemplo de dignidad, pues se había enfrentado al monstruo, y lo había logrado frenar y la guerra de Vietnam era la prueba evidente de la maldad intrínseca de la política gringa, de sus élites plutocráticas, que usaban su fuerza desproporcionada contra un pueblo indefenso, mientras en su país reprimía al movimiento por los derechos civiles de los negros (nadie decía entonces “afroamericanos”).

Cuando comenzó mi militancia política ingresé a un partido donde se repetía la letanía de que el enemigo principal era el imperialismo norteamericano, por lo que buscaba alianzas con el “sector nacionalista revolucionario del PRI”, al tiempo que se mostraba obsecuente con el Gobierno de López Portillo. Yo, convencido, repetía el catecismo, hasta que un día mi padre, que siempre fue un analista escéptico y, como buen ateo, nunca creyó en dogmas ni celestes ni terrestres, me dijo: ¿Cómo puedes hablar tanto del enemigo principal sin conocerlo por dentro? Y me dio el primer volumen de la extraordinaria crónica histórica de William Manchester, Gloria y ensueño.

La obra abarca, en cuatro volúmenes, desde la Gran Depresión y el New Deal de Franklin D. Roosevelt hasta el escándalo de Watergate y los primeros años de la Presidencia de Richard Nixon, un relato de la evolución política, económica y social de Estados Unidos durante cuatro décadas clave del siglo XX, contado desde una perspectiva íntima, como un relato de la vida cotidiana. Una vez que comencé a leer el primer tomo no pude parar hasta terminar el cuarto y entonces seguí con la Breve historia de los Estados Unidos, tocho de mil páginas publicado en aquellos años por el Fondo de Cultura Económica. Me aficioné a la literatura estadounidense del siglo XX, enganchado por Al este del paraíso y Las viñas de la ira de John Steinbeck. La lectura histórica y la literatura social me hicieron comprender la complejidad de la sociedad, la cultura y la política norteamericana, al grado de convertirme en un estudioso diletante de su sistema político y su sociedad, diversa y contradictoria.

Me dejé de comprar entonces el antinorteamericanismo ramplón y comencé a ver a Estados Unidos como un espacio donde se concentran todas las bondades y las maldades de nuestro tiempo, el lugar donde se expresa con mayor intensidad el cambio organizativo provocado por la segunda revolución económica de la humanidad. Douglass North describió ese momento como la fusión entre ciencia y tecnología que no sólo multiplicó la capacidad productiva, sino que exacerbó los conflictos entre intereses contrapuestos. La aceleración del cambio económico desbordó los marcos organizativos existentes en las sociedades desde tiempos inmemoriales y propició la creación de instituciones capaces de procesar esas tensiones y reducir la incertidumbre.

Estados Unidos ha sido el país de la gran innovación tecnológica, pero también del predominio de los grandes intereses económicos producidos por el capitalismo salvaje que, sin embargo, fue relativamente domeñado por el desarrollo de instituciones. Ha sido el país de las oportunidades para millones de migrantes, pero también el de la esclavitud cerrada en falso, donde el racismo sigue vivo y se recicló en la guerra contra las drogas. Fue el país donde el autogobierno local desarrolló una vida comunitaria ordenada, pero también el de la violencia salvaje contra los pueblos originarios. Ha sido un país de libertades, que ha propiciado la innovación científica, tecnológica, intelectual y artística, pero también el que ha abusado de su poder. En el siglo XX salió en dos ocasiones a frenar el delirio totalitario, pero también se ensañó de manera despiadada contra pueblos enteros en nombre de la lucha contra el comunismo.

Hoy, sin embargo, Estados Unidos enfrenta una crisis que puede ser terminal. El discurso de Donald Trump de antier en el Congreso es una de las piezas más infames de la oratoria política de todos los tiempos. En un alarde de megalomanía, aseguró que su Gobierno ha logrado en 43 días más que lo que otros consiguen en ocho años, se declaró el presidente más exitoso de la historia y colocó a George Washington en un lejano segundo lugar. Aseguró que su mandato es un “amanecer dorado” y que Estados Unidos ha resurgido como una potencia imparable, mientras firmaba cientos de órdenes ejecutivas para desmontar el Estado regulador y aumentar el control del Ejecutivo sobre todas las esferas de la vida pública.

Trump ha hecho realidad la pesadilla de Philip Roth en The Plot Against America: un país que cede ante el populismo autoritario y que normaliza el discurso de odio. Ha declarado terroristas a los cárteles mexicanos, ha militarizado la frontera, ha impuesto aranceles brutales y ha decidido que su política se basará en la revancha. Ha salido de la OMS y otros cuerpos de la ONU, ha renombrado el Golfo de México como el “Golfo de América” y ha reinstaurado el darwinismo social como ideología de Estado.

El sueño americano se ha convertido en el delirio de un orate. Lo peor es que su sombra se proyecta sobre todo el mundo. La era dorada de Trump es una distopía, pero la alternativa parece ser la resignación azorada. Europa apenas parece reaccionar. Aquí, la presidenta se lo toma con pinzas y los brotes de dignidad de algunos gobiernos parecen suicidas. El regreso imperial de los Estados Unidos puede acabar implosionando, pero ello puede absorber al resto del mundo y llevar a la catástrofe de la civilización soñada por la razón.


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