Escrito por NCS Diario el febrero 19, 2025
Juego de Ojos
Diablo crucificado
Segunda Parte
Este sentimiento puede explicarse mejor con una pequeña muestra de su literatura. En traducción libre mía, un fragmento de “El mártir”, incluido en Literatura africana, edición de Lennart Sörensen:
De nuevo cantó el búho. ¡Dos veces!
-Una advertencia para ella –pensó Njorege. Y de nuevo todo su espíritu se inflamó de odio, odio en contra de todos los de piel blanca, los extranjeros que habían desplazado a los verdaderos hijos de la tierra de su hogar sagrado. ¿Acaso no había Dios prometido a Gekoyo que daría toda la tierra al padre de la tribu –a él y a su descendencia? Y ahora toda la tierra había sido arrebatada.
Ngugi wa Thiong’o nació en 1938 en la congregación de Kamiriithu en el distrito Kaimbu, una zona conocida como “la meseta blanca” en la Kenia colonizada por la pérfida Albión. Fue el quinto hijo de la tercera de las cuatro esposas de su padre, un agricultor que fue degradado a jornalero por un decreto imperial británico de 1915. Su tribu, los kikuyo, son el mayor grupo étnico de Kenia.
Aquella infancia y adolescencia transcurrida en una suerte de esquizofrenia cultural marcaría la obra de Thiong’o, un kikuyu-africano y occidental-cristiano, educado en una escuela inglesa y en las universidades de Makerere en Kampala, Uganda, y Leeds, Inglaterra. Un hombre tribal heredero de una cultura enfrentada al occidente, despojado de su lengua e inserto en el mundo del colonialismo como catedrático en universidades estructuradas conforme al modelo europeo.
Por esa razón sus novelas se nutren del conflicto cultural derivado del papel del cristianismo, la educación en inglés y la creciente opresión de los kikuyo y otros pueblos africanos a manos del colonialismo europeo. De esa época son No llores, criatura, El río que divide y Un grano de trigo.
Hay otro dato que nos ayuda a entender el ambiente, los personajes y la textura de la obra de Thiong’o: la participación de su familia en la rebelión de los mau mau, el movimiento nacionalista contra el dominio británico provocado por la expropiación de tierras. Su hermano mayor era militante y su madre fue torturada por esa causa. Un hermanastro murió en la campaña.
Un grano de trigo, título que alude al tema bíblico del sacrificio para la resurrección (“a menos que muera un grano de trigo”) es la historia del heroísmo de un hombre y su búsqueda del delator de uno de los dirigentes mau mau. Los hechos tienen lugar en una aldea que es destruida en la guerra, como lo fue el propio pueblo de la familia de Ngugi.
En la vida real, cuando la rebelión fue sofocada en 1956, habían muerto once mil rebeldes, y ochenta mil niños, mujeres y hombres kikuyu estaban en campos de concentración. Además perdieron la vida más de cien europeos y unos dos mil africanos leales a la pérfida Albión.
Como apunto arriba, la vida de Ngugi guarda semejanzas con la del nigeriano Chinua Achebe, también miembro de una tribu dominante, también entregado al cristianismo, también educado en inglés y también recuperado por la fuerza telúrica de su cultura, como si se tratase de una versión inversa del complejo de Anteo. Esto no puede ser una coincidencia accidental, pues ambos fueron producto de sociedades brutalmente colonizadas en donde los invasores pretendieron llevar a cabo la sistemática eliminación de la cultura local, como sucedió en la conquista de México.
Hay sin embargo una diferencia fundamental entre estos escritores hermanados por tantas otras razones: mientras que Achebe es el primer escritor africano que pone el inglés al servicio de lo africano, Thiong’o denuncia el uso de ese idioma pues lo considera un caballo de Troya cultural.
Apunto para mi propia tranquilidad que a partir de ese momento -en otra paradoja inversa- los editores coloniales, en particular los ingleses, se apresuraron a traducir del kikuyu al inglés la obra de Ngugi, gracias a lo cual ésta goza de un gran mercado entre los públicos de la antigua metrópoli y hace posible que en otras partes del mundo también se le conozca.
Algo que resulta atractivo de la decisión de Ngugi es que, guardadas todas las proporciones y como fantasía de la que sólo yo soy responsable, imaginemos por un momento la ejemplaridad para nuestra propia literatura si de pronto un poeta totonaco o un escritor maya renunciaran a escribir en español y dijeran al mundo mexicano: “Si quieren leernos … aprendan nuestro idioma … ¡o promuevan traducciones al castellano!”