Yokohama en Instagram

Por Inosente Alcudia Sánchez

Atrás se extiende una bahía. La tonalidad azul del agua, casi cielo, contrasta con el resto de la imagen, en la que predominan los grises. Es media mañana de invierno y la luz del día es incolora, de una claridad brillante pero neutra. Una pequeña embarcación navega por un canal hacia la ensenada. Sé que avanza por la minúscula estela blanca que deja tras de sí. Los edificios, enormes, se suceden uno tras otro, uno al lado del otro. Intento contar los niveles: 40, 50. En las avenidas se adivina un tráfico moderado: quizás por la hora o por cualquier otra razón, no es el embotellamiento habitual de nuestras ciudades. Distingo los muelles, pero no alcanzo a ver a los transeúntes que, seguramente, caminan a la sombra de los edificios. Los verdaderos protagonistas de la imagen son una o dos decenas de rascacielos: una postal de naturaleza inerte, homenaje al acero, al vidrio, al cemento. Esa es la intención de la fotografía: mostrar la magnitud de las construcciones, imponentes en su deshumanizada grandiosidad.

Sin embargo, en primer plano, una figura se recorta contra la claridad del fondo: el lente lo enfoca, es el objetivo de quien oprime el botón de la cámara. Está de espalda a la urbe, casi apoyado en la transparencia de un cristal que lo separa del vacío. La luminosidad que proviene de afuera me deslumbra. Advierto, no obstante, por su postura relajada, que se siente cómodo. Un abrigo negro de cuello alto acentúa el contraste de su perfil contra la claridad exterior. Amplío la imagen en la pantalla y alcanzo a ver en su rostro el intento de una sonrisa que se queda a medias, casi en un gesto de molestia. No consigo distinguir sus ojos entrecerrados, pero intuyo su mirada. Por el borde de sus lentes atraviesa una rebanada de luz con la forma de una luna nueva. El contraste con el exterior es tal que su cabello revuelto se distingue con facilidad. Restos de claridad alcanzan su mejilla derecha que, acaso por el juego de sombras, luce menos angulosa. Por la posición de sus brazos, parece tener las manos en los bolsillos del pantalón negro de mezclilla. Yo sé que es un pantalón negro de mezclilla.

Sé eso y otras cosas. Como por ejemplo, que el silencio y la soledad que proyecta la fotografía son una impostura. Detrás de la cámara, una treintena de personas otean otras zonas de la enorme ciudad, que parece armada con bloques gigantes de Lego. Los desconocidos hablan en voz alta, ríen y parlotean en un cóctel de lenguas del que apenas se pueden entresacar palabras aisladas. Congregados por el azar, forman una tribu de regocijados trashumantes que celebra el asombro del paisaje antes de volverse a dispersar por los caminos de la providencia.

Empero, en la imagen el personaje está solo y en silencio. Aunque a su alrededor, fuera del encuadre, domina un bullicio festivo, este no resuena en su gesto de media sonrisa. O de fingida seriedad. En realidad, se esfuerza por contener el latir apresurado, el vértigo de una vista aérea que se prolonga hasta los confines del mundo. De pronto, la emoción contenida se desborda y escapa de la oscuridad del retrato. Vertiginosa, cruza océanos, islas y continentes. Llega hasta mi garganta, y en mi boca estalla el sabor salobre del mar.

Allá ha amanecido otro día. Aquí, aún es 14 de febrero. La imagen viaja en Instagram, como una carta extraviada que se entrega en el pasado. Me recuerdo, como en el diálogo de Interstellar, que “el amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y el espacio”. ¿Otro igual? Me pregunta el barrista y, sin esperar respuesta, levanta mi vaso donde aún sobreviven dos pedacitos de hielo. Respiro hondo y comienzo:

Atrás, abajo y al fondo, desde el Sky Garden, en el piso 69 de la Landmark Tower, la única señal de movimiento en el tiempo suspendido, estático, es la minúscula estela blanca que dibuja un barco en el agua azul cielo de la bahía de Yokohama.