Escrito por NCS Diario el enero 31, 2025
De utopía y desencanto
Cursaron el bachillerado y la aventura de tomar conciencia en medio de un río revuelto que los arrastraba hacia la izquierda de una avenida equis que, pocos años después, descubrirían que no conducía a ninguna parte. Vivieron la eufórica borrachera del sandinismo y celebraron el avance, aparentemente irreversible, de la guerrilla salvadoreña. Eran los años del sueño cubano, de Fidel héroe, de Fidel estrella en la constelación de la esperanza. Era la utopía al alcance de las manos, la reivindicación de un sueño generacional que se agotaría en la retórica encendida y en esa variante de la cobardía que es el apoyo moral.
No pasaría mucho tiempo para que aquellos imberbes milicianos de la utopía fueran despojados de sus mejores armas y puestos frente al paredón del fin de la historia. La derrota electoral del FSLN les demostró que no siempre se es lo que se quiere ni lo que se puede; la claudicación política del FMLN salvadoreño evidenció el surgimiento de condiciones que iban dando lugar a la preeminencia de la democracia liberal. Junto con el muro de Berlín cayeron las verdades absolutas que sostenían el edificio ideológico de una generación que, a esas alturas, parecía más heredera de Babel que de alguna ideología trasnochada.
No fue necesario llegar al fin del siglo. Fue 1989, el año gnóstico del cambio, el que marcó las fronteras entre un pasado idílico perdido y un futuro pragmático, economicista, liberal y seguro, iluminado por la antorcha francesa del Sueño Americano. No, no había nada qué hacer. Las motivaciones primigenias de igualdad y solidaridad se habían camuflado en el discurso triunfalista de la democracia electoral que, emergente, se expandía por el orbe. Los pensamientos de Bolívar, Martí y Juárez navegaban en las turbulentas corrientes de un discurso que enfatizaba las bondades del gran capital. La tierra prometida era ofrecida en discursos que celebraban la división internacional del trabajo y la producción compartida.
No, no había nada qué hacer, salvo ajustarse a las prácticas y pensamientos de la nueva aldea global. Y hubo que darse a la tarea de aprender idiomas o, de perdida, inglés, of course. Algo de software y hardware, de bancos de datos y de comunicaciones digitales. Y Mercedes Sosa calló ante la estridencia del new age. Todo a prisa, porque el primer mundo no espera. Y en las charlas de café ya no se hablaba de componer al mundo, sino sobre el internet y la última declaración de Bill Gates. Y había que darse prisa porque ya estábamos en la OCDE y el TLC era la locomotora que nos arrastraría del atraso a la modernidad. Esto era como tener un pie en la escalera del progreso inevitable.
La religión tecnológica, los mercadólogos del paraíso de la integración mundial, los profetas de la globalización y los sacerdotes del neoliberalismo tomaron por asalto las aulas del humanismo. Al fin y al cabo –enseñaban- el desarrollo y la igualdad solo dependían de alguna fórmula econométrica, y para la esperanza y el romanticismo quedaban las películas de Robocop, soñador del futuro inminente.
En esas andaba la patria, celebrando el arribo a la modernidad, diciendo adiós al Sur del atraso y abordando el tren hacia el Norte del progreso, afilando armas para la gran batalla de la oferta y la demanda, cuando unos premodernos, trogloditas de la evolución socioeconómica, surgieron de la selva chiapaneca para negar las bondades de la microeconomía solidaria. Para demostrar que las reservas de dólares que soportaban el sueño macroeconómico eran una realidad frágil, aunque seductora como los algodones de azúcar. Para exhibir que había dos tipos de solidaridad: la de los que ilustran las páginas de Forbes y la de los 40 millones de pobres del mito genial. Para recordar que no hay economía sin humanos, que el éxito macroeconómico es una desgracia si no tienes con qué cubrirte del frío y la lluvia en la Lacandona.
Y de pronto nos vimos frente a un espejo que revelaba las desgracias encubiertas por la escenografía del poder. Todos atentos al disparo de palabras que salían del monte y que nos fustigaba la conciencia desde atrás de un pasamontaña. Y de la incredulidad mecánica, de la duda tecnologizada, del azoro mercantil y neoliberal, surgió una vez más aquel viejo sentimiento de solidaridad humanista, de coincidencia social, de inconsciente colectivo que hermana. Y todos nos pusimos un pasamontaña para volver a ser los mismos, los de ayer, los de hoy, los de mañana. Los aferrados del deber ser, los soñadores y románticos que nunca dan por perdida una batalla.
En efecto, allá en la selva, muy al sur de la vida, el último gran héroe de la dignidad recobrada, el restaurador de la historia, el desmitificador de la postmodernidad neoliberalizada, construía su propio mito a fuerza de comunicados de prensa. Subcomandante Marcos, Subcomanche para Magú, transgresor de la ley para los que dicen qué es la ley, sex symbol para una que otra fémina beligerante, articulador de sueños para los soñadores, creador de esperanzas en el desierto de un país surrealista y monetizado. Mito y fugitivo.
Y todos fuimos Marcos, todos reclamando todo para todos, alimentando la utopía, arrastrados en la vorágine del sueño, seducidos por el río caudaloso de palabras que escurría desde las montañas. Todos enmascarados para reconocernos en el amanecer de una nueva época, en el despertar al otro lado de la vida, allá donde los sueños de justicia y dignidad serían realidad.
Treinta años después, los saldos no son alentadores. Con el paso del tiempo, la realidad se convirtió en la roca que atormentaba a Sísifo. Sin darnos cuenta, el cansancio venció al entusiasmo. El régimen profundizó la aplicación de políticas neoliberales y, arrinconada en lo profundo de las montañas, la utopía se fue diluyendo. La insurrección de las cañadas fue absorbida por la sociedad de consumo y convertida en un producto turístico de clase mundial. La generación disruptiva que cantaba en noches de bohemia los versos de Violeta Parra perdió la capacidad de soñar o, peor aún, se extravió entre las luces de los aparadores de las tiendas de marca y transformó el activismo político contestatario en selfies y memes para combatir en la revolución virtual de las redes sociales.
De los bulbos al microchip, de Octavio Paz a Han Kang, de la mecanografía al ordenador, de la lucha libre a la UFC, del agua de pozo a la embotellada, del cólera al COVID, de la Nueva Trova al reguetón, de Los Tigres del Norte a Natanael Cano, de la biblioteca a Wikipedia, de la cantina al antro, del PRI a Morena, del Lobo estepario a After Dark, de la Guerra Fría a la guerra de aranceles, del piso de tierra al metaverso, de los boomers a la generación beta, de La guerra de las galaxias a Emilia Pérez, del blues al trap, de 17 minutos a 89 segundos para la medianoche en el Reloj del Apocalipsis… Imbuidos de nostalgia por el siglo que se fue y arrastrados por la vorágine incontenible del nuevo milenio, los herederos de la utopía –ciudadanos del territorio en cuestión-, recorren los días del desencanto vestidos por Dior o Lauren.
Adentrados en la era del post neoliberalismo tecnologizado y digital, el autoritarismo se renueva en gran parte del mundo. Una plutocracia populista emergente ha asumido el control del gobierno del país más poderoso del mundo. De este lado del río Bravo, se asientan los cimientos de una fuerza hegemónica que moldea la superestructura política a su favor, sin alterar las desigualdades de la estructura económica. Los desafíos, enormes, no han desaparecido, y las buenas causas siguen ahí, casi intactas, aguardando el reencuentro de las tribus que, dispersas y desalentadas, aún transitan los caminos esperanzadores de la sociedad civil. Porque, más temprano que tarde, sin necesidad de pasamontañas, surgirá una insurgencia cívica que reivindique para todos, el valor de la verdad y esas otras «pequeñeces» llamadas igualdad, justicia y democracia.