Escrito por NCS Diario el enero 10, 2025
Los locos son otros
Durante varios años viajé con regularidad y, al final del día, un par de tragos en la barra del bar del hotel eran lo más parecido a una recompensa tras las extensas jornadas de trabajo. Sentado en el banquillo estrecho, a veces sin respaldo, con los codos apoyados en el mostrador, dedicaba los minutos de soledad y silencio a recordar a mis seres queridos. Repasaba los temas del día mientras la relajada atmósfera del bar y el efluvio de un escocés normal y corriente, rebajado con agua mineral, hacían su faena: me liberaban del estrés y la ansiedad. Casi siempre, además, podía entablar una charla entretenida y hasta enriquecedora con el barman.
Nunca he dudado del servicio terapéutico que ofrece la barra de un bar o de una cantina, a pesar de la incomodidad de sus asientos. Y es que, quizás, alguna vez se pensó que la barra era un lugar para clientes ocasionales o para los que no se quedan más allá de dos cervezas, por lo que sus banquillos están peleados con la ergonomía.
Debo decir, sin embargo, que conozco a más de un parroquiano a quien la incomodidad le viene bien y no representa un obstáculo para que, entre la tercera y la cuarta cerveza, alcance niveles de reflexión, o relajamiento, muy parecidos a una siesta vespertina.
En La Habana tuve la oportunidad de conocer El Floridita, el legendario bar donde Ernest Hemingway, al pie de la barra, pasaba horas ideando diálogos y argumentos para sus novelas. Leí que: “En una esforzada jornada, de las 10:00 a las 19:00, el escritor se bebía 15 papa’s special y al terminar, como si nada, se iba a su casa a escribir algunas de sus páginas de premio Nobel” (Jordi Soler/Milenio). No me he atrevido a tanto: mis promedios de permanencia en la barra rondan las cuatro horas y estoy lejos de alcanzar el número de tragos que bebía el autor de El viejo y el mar.
El caso es que, frente al trago habitual y el apapacho del barrista, de pie o sentado, uno puede ensimismarse en los pensamientos más profundos y flotar como un cubo de hielo en el disfrute de una soledad tan estridente como el caótico bullicio de una Babel enfebrecida.
La barra es el espacio de los solitarios. Su diseño no está hecho para una convivencia colectiva. Empero, hay ocasiones afortunadas en las que te toca como vecino alguna celebridad anónima, digamos un lobo estepario, un coronel que no tiene quien le escriba, un marinero errante. Entonces, los desconocidos hacen de la barra un confesionario, y hermanados en la aflicción o en el contento, dicen ¡Salud! mientras desfogan el espíritu y comparten el plato de cacahuates igual que sus más fraternas humanidades.
En efecto, la barra no es para cualquiera, como el significado de la palabra indica: la barra separa, limita, aísla. Ahí, uno está sitiado, pero a salvo: los locos son otros y están afuera.
Quien llega a la barra lo hace buscando encontrar la intimidad que no ofrece la intemperie de las áreas dominadas por las mesas. Y, si necesita hablar, lo hace consigo mismo, mirando sin ver, escuchando sin oír. La barra es el lugar donde, como dice Claudio Magris, “la soledad se verifica en medio de los demás”.
La barra es también el lugar de los amorosos. Porque, recita Sabines, los amorosos “Esperan, no esperan nada, pero esperan”.
En la barra, los amorosos mitigan la sed de la espera y alivian el hambre del amor. Escriben versos que nadie leerá en servilletas que, manchadas de ternura o pasión o desconsuelo, arrojan al bote de basura, como si les quemaran las manos.