Escrito por el diciembre 6, 2024

De lo público y lo privado

Inosente Alcudia Sánchez

Las organizaciones, ya sean privadas o públicas, tienden a crecer y expandirse. En el caso de las privadas, operan en un entorno denominado “mercado”, donde se desarrollan, compiten, se adaptan y, eventualmente, prosperan o desaparecen. Desde luego, ninguna de estas organizaciones nace con la intención de fracasar. Por el contrario, luchan por sobrevivir y crecer; y, sí, afortunadamente, muchas lo logran. El motor que las impulsa no es inocuo: buscan obtener ganancias, utilidades y rentabilidad económica, más allá de la “responsabilidad social y ambiental”.

En el caso de las organizaciones públicas, todas dependientes del Estado –la entidad más grande que hemos concebido los seres humanos-, su objetivo, por lo general, es diferente al de las privadas. Las organizaciones estatales no buscan el lucro, sino la prestación de bienes y servicios que favorezcan por igual a los ciudadanos. En lugar de beneficios económicos particulares, persiguen la rentabilidad social. El entorno en el que se desenvuelven es el de toda la sociedad, por lo que su existencia está vinculada al servicio público que ofrecen, y su expansión debe responder a las necesidades sociales y al crecimiento de la población.

El comportamiento organizacional en el sector privado es previsible, ya que su principal motivación son las utilidades o el beneficio particular. En el sector público, la lógica del poder es considerablemente más compleja que la del lucro. No obstante, como todo organismo vivo, el gobierno tiende a expandirse, aunque, a diferencia de lo que ocurre en las empresas privadas, su crecimiento corre el riesgo de convertirse en un inconveniente: los costos pueden ser insostenibles o transformarse en el conocido “elefante reumático”.

Muchos lo ignoran, y otros quizá lo han olvidado, pero durante buena parte del siglo XX, México tuvo lo que se conoce como un Estado “obeso”: a principios de la década de 1980, más de 1,100 paraestatales incursionaban en prácticamente todas las ramas económicas y sociales del país. Si bien muchos de estos organismos contribuyeron al desarrollo nacional, una vez cumplidas sus misiones, continuaron existiendo, convirtiéndose en una carga para las finanzas públicas. La modernización de la administración pública, impulsada durante la última década del siglo pasado, trajo consigo el adelgazamiento del Estado y, por tanto, la “desincorporación” (venta, liquidación, desaparición) de la mayoría de las entidades paraestatales, en particular aquellas con un perfil empresarial.

Con la transición a la democracia, en un periodo que abarcó desde la década de 1990 hasta la de 2010, el Estado (neo) liberal experimentó un nuevo ensanchamiento, aunque ya no en el viejo sector paraestatal centrado en la promoción económica, sino a través de lo que parecía una expresión de modernidad: la creación de “entes autónomos”. Para algunos teóricos, estos organismos suponían una evolución de la doctrina de la separación de poderes y un proceso de integración al orden jurídico internacional (Revista de Administración Pública, núm. 138, 2016).

En todo caso, los actores de la política real consideraron que las bases históricas de la República (la división de poderes, el federalismo, la Constitución), no eran suficientes para el buen desempeño gubernamental, sino que nuestro sistema político necesitaba “contrapesos” que, entre otras cosas, acotaran la discrecionalidad del poder presidencial, atendieran cuestiones de alta especialización para las que el Ejecutivo no tenía suficientes capacidades y garantizaran el cumplimiento de derechos humanos de “última generación”, como el derecho a elegir, el derecho a saber, el derecho a competir. Así, el Estado se robusteció con órganos que asumieron diversas funciones de gobierno (regulación, evaluación y control), alineándose con el modelo económico vigente (COFECE, CNH, IFETEL) y con la nueva dinámica política-democrática (INE, INAI).

Y en eso llegó la 4T. La reforma administrativa incluida en el paquete de 20 reformas constitucionales del llamado Plan C, enviado por AMLO al Congreso de la Unión en febrero de este año, ha provocado una gran discusión pública. Desde la disminuida oposición política, los dirigentes han coincidido en calificarla como una medida que abre la puerta a la dictadura. Ciertamente, implementar la “simplificación orgánica” ha requerido profundos cambios constitucionales y en la argumentación del oficialismo (es un decir) predomina la ideología sobre los datos objetivos, por lo que pocos creen que responda realmente a objetivos de austeridad o combate a la corrupción.

Empero, la eliminación de siete órganos autónomos no representa, como sostiene la oposición, la señal de un autoritarismo en formación. Es, más bien, una consecuencia del agotamiento de la democracia pluripartidista, que ocurrió cuando los partidos opositores (PRI, PAN, MC) dejaron de representar una opción viable de gobierno para la mayoría de los mexicanos. De hecho, esta reforma, que socava los equilibrios de la República al someter a elección a los juzgadores, comenzó a gestarse desde 2018. Desde entonces, ante la pasividad de los partidos políticos y la indiferencia de gran parte de la ciudadanía, el Legislativo y el Ejecutivo desacataron numerosos mandamientos judiciales. Salvo por algunas voces críticas, el ejercicio abusivo del poder se fue normalizando: casi a diario, desde las conferencias mañaneras se violentaron derechos y se ignoraron leyes. “En seis años los incipientes reflejos democráticos de la sociedad mexicana se fueron diluyendo”, afirma Federico Reyes Heroles (Excelsior, 03/12/2024), dando paso a algo cada vez más parecido a lo que John Stuart Mills describió como la “tiranía de la mayoría”.

La reforma administrativa de la 4T pudo haber sido un hallazgo en la extensa y compleja historia de la administración pública mexicana. Sin embargo, al ser impuesta por un movimiento político que concentra los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, sus objetivos trasciendan la mera búsqueda de eficacia y eficiencia, superando los límites estrictamente administrativos. Mientras que a los hombres de empresa los mueven las oportunidades de negocio, las motivaciones del poder, reitero, son mucho más difíciles de discernir.


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