Escrito por el noviembre 18, 2024

Entre Freud y Marilyn Cote

Inosente Alcudia Sánchez

Dicen que hay gente que va al psicólogo. Todavía no conozco a algún amigo que se haya acomodado en el sillón de Freud, pero dicen que sí hay quienes recurren al psicoanálisis para curar padecimientos que yo creo son del alma, como la depresión o la ansiedad. No me lo imagino: doctor, deme unas pastillas para la tristeza y unas gotas para extrañar menos a Daniel.

De hecho, tampoco conozco a algún profesional del psicoanálisis. Bueno, sí conozco a uno, pero no ejerce como médico, sino como evaluador de recursos humanos de diversas empresas. Aplica exámenes y entrevistas, nomás para evitar la contratación de algún psicópata, o de algún “perfil” (así le dicen) que no sea compatible con las exigencias de la compañía. Gana muy bien por sus servicios: no es cosa menor evitar que el banco emplee a un Robin Hood, o que un voyeur se encargue de administrar un motel.

La verdad es que los psicoanalistas me parecen personajes de novelas y los psiquiatras villanos de películas de terror. Imposible no imaginar a Freud como un obseso sexual y a Jung como un maléfico interpretador de sueños. A los psiquiatras los asocio con clínicas tenebrosas en cuyo interior suceden atrocidades. La literatura y el cine han hecho su parte en estas desviadas concepciones que sólo evidencian mi ignorancia de esas disciplinas de salud mental.

En la universidad compartí el aula con un compañero que afirmaba dominar los principios de la psicología. Apelaba con frecuencia a la “proyección” como vaselina para que se le resbalaran nuestras críticas y reclamos, y, en efecto, era el único del salón que recurría al mecanismo de defensa freudiano para evadir sus conductas tóxicas. «No te enojes conmigo, estás proyectando tus frustraciones», decía cuando alguien le reclamaba por copiar en los exámenes. Un buen día decidió que todos sus amigos éramos una runfla de desquiciados y nos sacó para siempre de su vida. En un ejercicio de auto lavado de cerebro borró nuestras imágenes de su mente y así evitó la molestia de saludarnos. “No te conozco”, respondía con sinceridad cuando en un encuentro casual lo abordaba alguna de las antiguas amistades.

Sucede que, desde hace un tiempo, de repente me abruman horas oscuras que, a mi juicio, tienen qué ver con el alma y no con el cerebro. No escucho voces ni sufro arranques de histeria y dejé de hablarle a las plantas. Nomás, a veces, necesito a mi hijo más de lo acostumbrado, su lejanía se me convierte en un nudo en la garganta y, se supone, no es bueno extrañarlo tanto. Mi médico de siempre, que ha hecho de su consultorio un salón de alquimista, también sabe de los conflictos de la existencia y, cuando lo considera necesario, me provee de substancias para mejor sobrellevar las rudezas del espíritu.

Daniel, con su lógica de algoritmos, confía más en el estudio de las emociones que en las ciencias del alma, y tilda de placebos a las gotas con que intento aliviar la enfermedad de su ausencia. El otro día, desde el altavoz del teléfono me planteó una disyuntiva no negociable: o te compras un perro o acudes al psicólogo.

Heme aquí, entonces, arrancándome las uñas en la impaciente espera.

Me lo entregarán bañado y con vacunas.

Dios nos libre de una Marilyn Cote.


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