Escrito por el noviembre 15, 2024

La ruptura del paradigma liberal

Inosente Alcudia Sánchez

En uno de sus libros (probablemente, La riqueza de la pobreza), don Enrique González Pedrero describe el mito griego según el cual el progreso comenzó cuando Prometeo robó el fuego a los dioses y lo entregó a los hombres –seguramente trogloditas, fantaseo-. Se trata de una bella imagen que resume lo que ha sido la historia de la civilización, el progreso, la modernidad. Desde entonces, desde que el hombre de las cavernas fabricó un instrumento que le facilitara la vida y la familia trascendió los lazos consanguíneos para formar una tribu, los seres humanos hemos caminado una ruta de doble vía: por un lado, la acumulación permanente de conocimientos, de ciencia, que nos ha traído a la era de la Inteligencia Artificial y de los microchips; y, por el otro, una socialización cada vez más sofisticada, hasta llegar al Estado contemporáneo como la forma más acabada de organización social.

En el larguísimo andar de la humanidad ha habido periodos de oscuridad que han pretendido detener o destruir el avance civilizatorio. La Edad Media o el nazismo son ejemplo de esos tropiezos profundos que la humanidad ha debido superar para seguir haciendo conocimiento y comunidad.

En este marco, los humanos de hoy somos el resultado de la Historia y de las historias: es decir, del gran marco de actuación que nos es común a casi todas las culturas, en nuestro caso a la Occidental, y de las microhistorias que se han construido en nuestro entorno más cercano, desde el familiar hasta el nacional. “Yo soy yo y mis circunstancias”, dice la famosa frase de José Ortega y Gasset.

En 1989, Francis Fukuyama pregonó que, con la caída del bloque soviético, había llegado el triunfo irrevocable de la democracia liberal y de la economía de mercado, y más tarde, en 1992, propuso el fin de la historia como consecuencia del término de las luchas ideológicas que él avizoraba con la conclusión de la Guerra Fría. Sin embargo, esta visión parecía contradecir la lógica de las dialécticas hegeliana y marxista, donde las contradicciones –las tensiones entre fuerzas opuestas– son el motor que impulsa la historia. Según estas teorías, el avance humano no es lineal ni definitivo, sino el resultado de una constante lucha entre ideas y estructuras. (En El inmortal, Borges plantea de una manera magistral cómo al desaparecer la contradicción entre vida y muerte lo que sigue no es avance sino degradación). Tres décadas después, los hechos cuestionan la premisa de Fukuyama. La democracia liberal no se expandió a todos los países y, al contrario, cada vez es más cuestionada y algunas naciones han subvertido sus fundamentos, como la economía de mercado, el estado de derecho y la libre elección de sus representantes. Ciertamente, la ciencia ha avanzado a velocidad vertiginosa, pero la globalización ha perdido terreno ante los regionalismos y el populismo desafía los valores democráticos. Todo sistema engendra su propio germen de autodestrucción: no hay paraíso sin serpiente.

México no ha sido ajeno a este ciclo de la historia y, desde hace seis años, empezó un proceso de ruptura del paradigma liberal, sobre todo en la superestructura política y, en menor medida, en la estructura económica. Utilizando los mecanismos de la democracia liberal, una mayoría electoral ha impulsado transformaciones que cuestionan algunos de los pilares fundamentales de este sistema. Llama la atención en este proceso la reforma del poder Judicial, una medida que se promueve como un avance democrático, aunque su implementación mediante la elección popular de los jueces, plantea riesgos para la independencia judicial, un principio esencial para la separación de poderes. En este contexto, Stephanie Henaro alerta: “Pronto la democracia liberal podría tan sólo ser un recuerdo que no le quita el sueño a nadie, porque seguiremos siendo democráticos mientras votemos lo que sea”.

A pesar de estas preocupaciones, es importante reconocer que la transformación en marcha también refleja una necesidad de cambio percibida por una parte mayoritaria del electorado, insatisfecha con el modelo político anterior. Con el 54% de la votación obtenida en la elección pasada, el oficialismo ha puesto un alto al modelo progresista que conocíamos y ha emprendido la demolición de buena parte de la estructura jurídica-política que veníamos edificando desde los tiempos en que el profesor Fukuyama decretó el predominio de la democracia liberal.

Casi cuatro décadas de construcción de instituciones y de la prevalencia de un modelo constitucional centenario, han llegado a su fin. ¿Cuál será el nuevo paradigma político? “Autoritarismo populista”, dice Jesús Silva-Herzog Márquez, y Mauricio Merino lo llama “autocracia populista”. Sin embargo, es difícil aventurar hacia dónde se inclinará la fiebre transformadora y cuáles serán sus resultados. Leo a numerosos analistas que expresan una especie de incredulidad ante el desmantelamiento del Estado democrático neoliberal y, al mismo tiempo, su preocupación por lo que puede venir: la deriva autoritaria, el fin del sistema de derechos, la dictadura de partido. Tanto el asombro como la zozobra están justificados: en los últimos días, en el Congreso de la Unión, más que la juiciosa voluntad de una mayoría democrática, hemos atestiguado algo parecido al arrebato de una turba enardecida, sin límites y dispuesta a aplastar cualquier disidencia; o, si se prefiere, los legisladores oficialistas muestran una explosión emocional colectiva, semejante a la noche del 9 de noviembre de 1989, cuando los alemanes emprendieron a martillazos la demolición del muro de Berlín.

En todo caso, estamos presenciado el surgimiento de un nuevo régimen político que mantiene los principales cimientos económicos, como el TLCAN, probablemente el más firme asidero de nuestra economía al libre mercado hasta ahora. Entre las condiciones que nos han traído a este punto destacan la irrelevancia de la oposición partidista, sumida en el descrédito y desconectada del electorado, y la indolencia – ¿o desmoralización? – de una mayoría ciudadana que se ha vuelto indiferente, entre otras cosas, a la política. Revertir estas dos condiciones llevará tiempo, por lo que la “supremacía” de la 4T podría ser prolongada y derivar en un soterrado caudillismo. Sin embargo, mucho ayudaría a los políticos de oposición retomar a Ortega y Gasset y, desde ahora, comenzar a desentrañar las circunstancias que dieron lugar al México y, sobre todo, a los mexicanos de hoy.

En cuanto al ejercicio del gobierno, aunque escuchemos el eco de políticas públicas del pasado, no retornaremos al país setentero que algunos presagian: simplemente el futuro nos encontrará en peores o mejores condiciones de las que ahora prevalecen. Convertir en buen gobierno el furor emocional de la mayoría electoral no se dará en automático. El oficialismo debería saber que el exceso de poder que se emplea para avasallar también es una intemperie: llegado el momento, no tendrán a quién culpar de sus fracasos, ni tendrán ropas para cubrir la desnudez de sus resultados. “Los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado”, aseveró Alberto Moravia. La consolidación de un nuevo modelo político no es inmediata y dependerá de la capacidad de los ciudadanos, la oposición y los actores sociales influir para que tengamos un proyecto democrático más incluyente y adaptado a los retos del siglo XXI. Y todos debemos tener presente que, contrario a lo que diagnosticó Fukuyama, la Historia no se detiene, porque, aun en el paraíso, existirán las tentaciones.


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