Escrito por NCS Diario el abril 14, 2024
NCS DIARIO/GENTE
En agosto nos vemos
No lo presumí. No compartí la portada en mis redes sociales ni anuncié que había llegado el preciado ejemplar a mi domicilio. Es más, ni siquiera he platicado con los amigos sobre la historia y sus errorcillos. Ha sido, eso sí, un enorme disfrute personal, íntimo, que dosifiqué como si se tratara de un placer irrepetible.
Desde el anuncio de su publicación estuve a la expectativa, así que me enteré con oportunidad de la fecha de su “lanzamiento” y del inicio de la preventa vía internet. Como soy alérgico al uso de las plataformas de comercio digital, le encargué a Daniel su compra anticipada y, así, una tarde llegó a casa uno de esos modernos carteros que han sustituido a los de Correos de México y de una camioneta enorme sacó, también, una enorme envoltura amarilla que contenía el pequeño, pequeñísimo libro.
Estoy seguro que fui de los primeros miles en tener un volumen a la vista y de los primeros miles que disfrutaron la codiciada obra literaria. Y no digo “de los primeros en leer”, de manera deliberada, porque el regocijo fue desde que el sobre acojinado estuvo en mis manos.
Entré a casa y con una tijera corté un extremo del embalaje. Lo saqué con el cuidado que amerita un valioso objeto de cristal y apareció el prodigio. Acaricié el libro cubierto por plástico transparente, sentí lo sobresaliente de las letras y disfruté el contraste de colores (verdes, azules, naranjas, amarillos) de la cubierta que protege la portada dura. Me llevó varios minutos la revisión minuciosa, gozosa, del dibujo que lo envuelve, leí la contraportada, lo desnudé de la protección plástica y revisé sus pocas hojas. Le tomé una foto con el teléfono celular y se la envié a Daniel, acompañada del mensaje ¡Listo! Y una carita feliz. La última novela de Gabriel García Márquez estaba inerme ante mí, dispuesta para el “placer de sus lectores”.
Fue hasta el otro día que empecé la lectura. Controlada la emoción del encuentro inicial, releí la contraportada, leí despacio la nota biográfica de la solapa (como quién espera alguna novedad), el prólogo, me interné en la historia de Ana Magdalena Bach y volví a caer en el estado de gracia que sucede al “terror delicioso” de una noche de bodas.
Debí gobernar mis impulsos para dosificar el deleite –y la lectura. Leí un capítulo cada dos o tres días. En el inter, releía una o dos veces en un intento por acercarme a eso que los especialistas llaman el “metatexto”. Y encontré varios deslices que incrementaron mi emoción. Hubiera querido prolongar ese sentimiento extraño que surge de la contradicción entre las ganas de seguir y el miedo a llegar al final; pero, un medio día, arribé al punto definitivo, esa especie de abismo donde ya no hay más, sino los huesos de nuestro pasado y el recuerdo cada vez más selectivo de nuestras lecturas. Salí, entonces, de esa biblioteca memoriosa desde la que García Márquez alcanzó a esbozar una novela enorme: En agosto nos vemos.