Escrito por el abril 4, 2024

NCS DIARIO/OPINIÓN

 

Presidencialismo y Estado Moderno: los saldos de una contradicción irresoluble

Empiezo con un lugar común: El Estado contemporáneo no es fruto de generación espontánea y, en México, es una construcción jurídico-política que se ha gestado por más de un siglo. Esas fueron las instituciones que encontró, en 2018, el presidente Andrés Manuel López Obrador: un enorme entramado burocrático resultante de luchas políticas y acuerdos sociales con los que nuestro país dio cauce a la democracia liberal, acotó muchos de los excesos del poder y abrió su economía a la competencia y al mundo. Empero, los pendientes del sistema político no eran menores: erradicar la corrupción y sacar de la pobreza a millones de familias que seguían sin incorporarse al tren del progreso económico neoliberal eran demandas que la campaña electoral obradorista supo capitalizar.

AMLO asumió la presidencia con fuerza política suficiente para hacer los cambios legales que afianzaran su cuarta transformación. Libre de las ataduras derivadas de las complicidades que caracterizaron a la clase política del régimen anterior, preponderantemente priista y panista (connivencia perversa entre intereses públicos y privados que se materializó en la “mafia del poder”), López Obrador pudo emprender una reforma administrativa de gran calado que modificara a fondo la gestión pública y los mecanismos para el ejercicio de gobierno. Contaba para ello con la mayoría constitucional en el congreso y con la legitimidad de su arrollador triunfo electoral. Dos de sus mantras de campaña –el combate a la corrupción, la austeridad republicana- necesitarían cambios profundos en la administración pública para aterrizar en la realidad y dejar de ser mensajes politiqueros. Sin embargo, el presidente decidió tomar el camino de las acciones propagandísticas y, en lugar de proponer las adecuaciones jurídicas-administrativas para mejorar la eficiencia y eficacia de la burocracia federal y contar con el andamiaje legal para la construcción de la 4T, se asumió como el gran legislador para gobernar a base de decretos que formalizaran, de alguna manera, la voluntad presidencial expresada en sus conferencias de prensa. En los últimos cinco años hemos presenciado una especie de reedición del presidencialismo setentero que, a la hora de gobernar, se ha traducido en un poder patrimonialista que dispone de los recursos públicos desatendiendo no sólo los principios básicos de la planeación, sino los criterios técnicos de la administración pública.

El Estado mexicano moderno, liberal y democrático que dio lugar a una real competencia electoral y a la alternancia en el poder, es muy distinto al Estado unipartidista que dominó gran parte del siglo pasado. Ni las leyes, ni las estructuras del gobierno, ni la organización política estatal de hoy son compatibles con el “estilo personal” de gobernar de López Obrador. El presidente encontró contrapesos que acotan la discrecionalidad del Poder Ejecutivo, una madeja normativa que le pareció indescifrable para concretar sus urgentes utopías y una burocracia en proceso de profesionalización y, por tanto, apegada a los principios de responsabilidad del servicio civil, algo completamente “neoliberal” y opuesto a la lealtad y militancia partidistas que exige la 4T.

El presidente ha dejado constancia de su enfrentamiento personal con las estructuras del Estado al que llegó a presidir uno de sus poderes: desacreditó a la administración pública al caricaturizarla como “elefante reumático”, descalificó el valor de las leyes (“no me vengan con que la ley es la ley”) y puso su investidura por encima del marco jurídico, además de cuestionar y descalificar, en forma permanente, la utilidad de los órganos constitucionalmente autónomos y la independencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Durante los últimos cinco años hemos atestiguado, en tiempo real, esta contienda entre pasado y presente. Una contienda en la que no sólo se lanzan exabruptos mañaneros, sino que al tiempo en que se desacataron sentencias judiciales, se expidió un arsenal de leyes y decretos para modificar –hasta ahora infructuosamente- la estructura del sector público.

Transitamos en este sexenio dos caminos paralelos: el de un presidente gobernando a su real entender y querer, que sustituyó a la burocracia civil por la militar, a los profesionales por los leales, y que firmó decretos de dudosa validez constitucional para evitar el cumplimiento de la ley en beneficio de sus proyectos insignia; y el de un líder populista disgustado por no haber podido restaurar el presidencialismo autoritario, clientelar y estatista del que proviene. Hasta hoy, las instituciones del Estado moderno mexicano han sido capaces de resistir las embestidas de una visión regresiva y de un temperamento autoritario, y debemos confiar en que, la próxima titular del poder Ejecutivo, se deslinde de este proyecto regresivo y, por supuesto, no continúe el belicismo de López Obrador que, inevitablemente, legará una sociedad dividida, confrontada.

Con las campañas electorales entramos, entonces, a la evaluación de una etapa de la vida pública nacional que, sin duda, ha sido crítica y de riesgos para la democracia. Es tiempo de revisar saldos y consecuencias de esta relación disfuncional entre un personaje anacrónico que vino del pasado a insertarse en un Estado moderno. Se trata, por mucho, de un periodo inédito en la historia política del país. Y, me temo, los resultados no han sido, ni serán, de beneficio para la patria y, más bien, le representarán un pesado lastre.

La militarización de diversas actividades de carácter civil; onerosos proyectos inconclusos e inviables financieramente; un descomunal incremento de la deuda pública y el agotamiento de los fondos de estabilización de las finanzas; enorme sobrecosto de las obras insignias; desabasto de medicinas y millones de personas sin acceso a servicios de salud; la expansión territorial del crimen organizado y de la delincuencia común; la corrupción rampante y el desprecio al conocimiento en la función pública; la opacidad en el gasto público y la pauperización de la administración, son apenas algunos de los saldos de lo que fue un desatinado intento de vuelta al pasado. Ojalá que, durante las campañas, los ciudadanos lleguemos a conocer más sobre estos temas, que serán herencia envenenada para el siguiente gobierno.


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